Los migrantes de la última caravana: “La policía y migración nos han tratado como animales”

Una niña pequeña se despierta sola sobre una colchoneta en el suelo. Se incorpora e intenta quitarse un jersey rosa con manchas de polvo, pero sus brazos no tienen la fuerza suficiente y desiste. Voltea la cabeza hacia los lados, buscando algo, con la mirada perdida. Se frota los ojos. Vuelve a tumbarse. Se tapa la cara con una manta, pero los pies se le salen por debajo. En lugar de calcetines, lleva dos bolsas de plástico anudadas a los tobillos para conservar el calor. Detrás, tiene cartones de zumo gastados, un bollo mordisqueado, bolsas, mantas, mochilas. A su alrededor duermen hacinadas más de 300 personas: los integrantes de la última caravana de migrantes centroamericanos que han conseguido llegar a Ciudad de México a pesar de todas las trabas, tras días, meses e incluso años de camino.

La niña tiene cuatro años, se llama Johana y es de Honduras. Viaja con su madre, Merari, que apenas ha cumplido 21. Su hermana, de 16 años y embarazada, empezó con ellas el camino, pero fue deportada a Guatemala. Merari y su hija siguieron, a pesar de ello. “Quiero subir Estados Unidos”, cuenta.

La caravana salió el 23 de octubre de Tapachula (Chiapas), una ciudad fronteriza con Guatemala donde más de 30.000 migrantes permanecen retenidos por las fuerzas de seguridad. Muchos integrantes no han llegado hasta aquí: se han dado la vuelta, ante el cansancio del viaje, o han sido detenidos. Esta noche la han pasado en un campamento precario, habilitado por las autoridades en un complejo deportivo pegado a la Casa del Peregrino, en la colonia Gustavo A. Madero. En la pista de baloncesto se ha levantado la carpa principal; hay otras más pequeñas alrededor. Los migrantes duermen en el suelo, sobre catres, colchonetas, mantas, plásticos. Cualquier cosa que ayude a camuflar la dureza del cemento.

Algunos han preferido erigir refugios improvisados con lonas en los columpios del parque infantil o los aparatos de gimnasia.

Los más afortunados tienen tiendas de campaña que les proporcionan algo de intimidad entre la multitud, aunque son minoría. La mayoría se apiñan bajo las carpas a escasos centímetros unos de otros, rodeados por sus escasas pertenencias, que transportan en bolsas y mochilas. Los niños juegan alrededor con sus peonzas, bajo la mirada cansada de los adultos. Se ven carritos de bebé. La escena recuerda a las fotografías de refugiados de guerra: columnas de gente avanzando por los caminos con sus posesiones a cuestas y los niños en brazos.

Vía | El País

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