Migrantes: ‘Caminando, pasos, caminando’.

Joel Hernández Santiago

 

Están a la vista. Se les ve por todos lados. Ya uno por uno. Solos. O en parejas. O en grupos familiares. O con amigos que se dan apoyo. Con mucha frecuencia son gente de color. Delgados ellos y ellas. (“Son como la cuaresma: Largos-largos y sin carne” dice alguien por ahí en el Istmo de Tehuantepec).

 

Están en plazas, en camellones, en mercados, en banquetas, en pequeños refugios sombreados; están en carreteras, están entre la maleza, están en viejos edificios; están y no están. Son y no son. El sol castiga ahí. Pero ellos acostumbrados resisten, a pesar de los pesares y de los peligros que les acechan y les amenazan en México. “Ir a México es cometer eutanasia” escrituró Ambrose Bierce.

 

Son seres humanos que mantienen la dignidad porque buscan algo que todos buscamos, de cualquier condición social, edad o género. Es algo intangible pero cierta: quieren la felicidad, la tranquilidad, el asiento, el lugar, la cama, la silla, un techo y paredes con ventanas, una mesa limpia con un plato de sopa para él, para ella, para los niños, para los viejos, para los que van a llegar…

 

… Y la sombra fresca del árbol. Quieren trabajar y vivir en paz en el lugar de sus sueños, aunque ese sueño quizá no se cumpla.

 

Son de quién sabe dónde: algunos parecen mexicanos pero no lo son, por su actitud y mirada temerosa; son de El Salvador, de Guatemala, de Venezuela, cubanos, y, sobre todo haitianos, por lo que se sabe. ¿De cuántos países pasan junto a uno, con mirada indiferente, displicente si se quiere, pero al final una mirada de preocupación y eso: de tristeza?

 

Se les quiere ahí, pero no tanto. La gente del lugar pregunta qué hacen las autoridades para controlar esa llegada masiva de migrantes que por miles irrumpe en su vida, en su estar, en su normalidad, en sus calles, en sus plazas… en su estar en sus costumbres.

 

Están hacinados en espacios breves y desaseados. Ellos mismos carecen de la pulcritud vital, pero eso es mucho pedir porque no hay agua suficiente por ahí o servicios elementales: la calle es la calle. [Hace unos días un grupo de vecinos de Oaxaca, capital, exigió el retiro de una multitud de migrantes que se habían asentado en el camellón de la Central de Abastos]

 

Comen lo que se puede. ¿Qué comen? Si apenas traen a sus espaldas pequeñas mochilas que les permitan caminar o correr o huir o esconder sus mínimas riquezas. Alguna ropa de cambio, medicinas, documentos y siempre-siempre, el infaltable teléfono celular. Y se sumergen en él. Hablan con alguien… ¿con sus seres queridos en sus lejanas casas de origen? ¿Con su ser amada o amado? ¿Con quien hablan esos seres solitarios?

 

Hay muchos niños, de todas las edades; niños inocentes, cargados de una enorme responsabilidad que desconocen como también la meta. ¿Hasta dónde llegará esto? ¿Cuándo terminará el peregrinar? A veces los cargan, muchos de ellos, a su corta edad caminan distancias infinitas. Alguien se conduele y les ofrece alguna moneda, o algún alimento.

 

Pero quizá aun más doloroso es mirar a los que caminan solitarios por la carretera que corre de Oaxaca al Istmo de Tehuantepec. Se les ve ahí, caminando, solitarios, a pleno rayo del sol, como fantasmas silentes, como recuerdo, como olvido.

 

Avanzan en grupos pequeños. Son gente joven y familias o amigos solidarios. Y eso: llevan niños que apenas pueden dar el paso, pero que ya tienen la responsabilidad de avanzar-avanzar-avanzar ¿a dónde? ¿lo saben los niños de cinco o seis años que apenas pueden dar pequeños pasos?

 

Aún no saben la dimensión ni la distancia del camino que les espera al transcurrir desde Salina Cruz, desde Juchitán, Tehuantepec… Caminan lento por la carretera angosta por Yerba Santa, Jalapa del Marqués, Tequisistián, San Juan Legarcia, Las Ánimas, San José de Gracia, Totolapa…

 

Todos ahí, avanzando, son cientos-miles, solitarios en un mundo que los expulsa, que no los quiere, que no les da asiento ni agua ni pan… Son los desplazados de nuestros tiempos que huyen de la pobreza, de la violencia, del peligro, de esa soledad y melancolía que cargan en sus espaldas y en sus rostros y en la resequedad de su boca.Tienen la boca muy reseca… y la mirada reseca.

 

Avanzan a como dé lugar por esa carretera. Quieren llegar a Oaxaca de Juárez. Lo hacen a la orilla de ellas con el peligro de que al ser tan angosta pudieran sufrir algún accidente. No les importa. Avanzan-avanzan-avanzan. Se ven agotados. Agobiados. Se ven con ganas de que alguien les extienda la mano y los conduzca en alas doradas hasta su meta…

 

El gobierno mexicano –que los usa como moneda de cambio político– ha cerrado las 54 estaciones migratorias. Esto luego de la tragedia de Ciudad Juárez. Pero mejor. Se dice que eran utilizadas como centros de detención. Y mejor no.

 

Mejor ayudarlos a caminar, ayudarlos a llegar a su destino. Verlos como lo que son: humanos como tú, como yo, como nosotros tres, como nosotros todos. Como nuestros mexicanos que se van a Estados Unidos huyendo de la pobreza y quienes luego envían millonarias remesas para apoyar a la economía de un gobierno que no los retuvo, que no los quiso, que no los ayuda. Eso es.

 

Y ahí está: el dolor de ellos que se junta con el dolor nuestro porque caminan solitarios, con la mirada puesta en una meta que aún no existe; cargados de cansancio, cargados de dolor y de ilusión: ‘Caminando, pasos caminando…’

 

Algún día llegarán. Algún día serán felices. Algún día serán, esos hombres y mujeres y niños felices. O acaso el reflejo de lo que hoy mismo les damos o les quitamos. Su vida-su-infancia abandonada en una carretera del Istmo de Tehuantepec a Oaxaca.

 

Son niños, dulces y cariñosos seres humanos que merecen todo nuestro respeto, amor, consideración y el brazo firme y fraternal para cargarlos y llevarlos hasta su destino. El buen destino.

 

Sé el primero en comentar

Déjanos un comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


*