LA AMANTE DEL REY

 

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández

 

Escribo esta nota para tratar de entender, explicar y sacar alguna conclusión útil de los malos ratos que pasa ahora el rey emérito de España, don Juan Carlos de Borbón -mejor conocido como Juan Carlos I-, como consecuencia de sus amoríos e infidelidades a la reina Sofía, pero también de su afición a los negocios; malos ratos que repercuten en dolores de cabeza para su hijo y heredero, el rey Felipe VI.

 

Fueron los reyes franceses quienes acuñaron el título de amante oficial como un cargo protocolario, al grado de que Luis XVI, a quien no se le conocieron amantes, hasta fue objeto de burla por esta grave omisión. Claro que eran otras épocas, de monarquías absolutas, que muy poco tienen que ver con las actuales monarquías parlamentarias en sociedades democráticas; por cierto, en democracias auténticas no de mentiritas.

 

Hace muchos años visitó Oaxaca la reina Isabel II de Inglaterra -era gobernador don Manuel Zárate Aquino-, escribí entonces en el diario “Oaxaca Gráfico” -que dirigía doña Arcelia Yañiz y del que era propietario don Eduardo Pimentel- un artículo intitulado “Las reinas, las brujas, los encantamientos”. Poco después visitaron Oaxaca los reyes Fabiola y Balduino -él, descendiente del rey Leopoldo I, por lo tanto, pariente consanguíneo de nuestra emperatriz Carlota (escuché a don Guillermo Reimers Fenochio, historiador oaxaqueño oral, ágrafo, decir que en una ocasión había saludado a la emperatriz, en la vejez de ella y la juventud de él)-. Como estudiante universitario formado en una tradición republicana, me parecía extraño y chocante que existiera la realeza (aunque hoy reconozco que la reina Isabel de Inglaterra es la y el jefe de Estado no solo más longevo sino más experimentado y con más tiempo en el trono).

 

Más aún, después de haber estudiado una historia oficial donde los buenos son los republicanos y los malos -condenados por esa historia sin absolución posible- los imperialistas, casi tan malos como los neoliberales. La justificación de la república -cualquiera que hubiesen sido sus resultados (guerra civil, pobreza, miseria, desigualdad, corrupción)- quedó demostrada -según los historiadores oficiales- con que Iturbide y Maximiliano murieron en el intento de instaurar una monarquía; aunque nunca hayamos dejado de tener una, nacional, que se repite, además, en cada entidad federativa. Don Daniel Cosío Villegas escribió que México era una monarquía sexenal hereditaria en grado transversal; estoy convencido que lo sigue siendo, pues los controles constitucionales, horizontales y verticales, de los que habla Karl Loewenstein, quién sabe por qué, pero nomás no funcionan.

 

Después de trescientos años de tener rey y virrey, en una época en la que todos los países de Europa eran gobernados por monarcas (los gringos todavía no acababan de ponerse de acuerdo entre ellos), ahora me parece la cosa más natural que algunos integrantes de las nuevas élites nativas, con la mejor intención -no tengo duda-, hayan considerado como una posibilidad viable encontrar en la monarquía una forma estable de gobierno. No contaron con que la ambición de otros (también con las mejores intenciones, pero de llegar al poder) eliminaba de tajo esta posibilidad. Es más fácil competir por ser presidente que rey, más aún si se reconoce un derecho hereditario para obtener la corona y la presidencia es temporal, y de elección popular -aunque en esas épocas indirecta en tercer grado y luego en primero, finalmente directa, pero siempre con procesos testimoniales-; además de que entonces había vicepresidente, que luego podía sublevarse y fusilar al presidente, como le pasó a don Vicente Guerrero.

 

Pero regreso a Europa. La República Española terminó derrotada y sus partidarios en el exilio -recuerdo ahora que mi maestro de Sociología en la Facultad de Derecho de la UNAM, don Francisco Carmona Nenclares, republicano español exiliado, nos decía a sus alumnos: “se imaginan qué aburrida sería esta vida si no tuviera problemas”; viajábamos en el mismo autobús urbano de regreso a casa). Francisco Franco, el caudillo vencedor de la República, escogió al joven Juan Carlos como su heredero saltándose al papá -el heredero legítimo de la corona, don Juan-, así es que Juan Carlos vivió bajo la tutela de Franco para restaurar la monarquía cuando éste muriese.

 

Con lo que no contó Franco fue que Juan Carlos era heredero también de una tradición monárquica parlamentaria iniciada con la Constitución de Cádiz de 1812 (el zócalo central de la Ciudad de México se llama “Plaza de la Constitución” en honor a la de Cádiz), de lo que iba a ser congruente. Así es que, a la muerte de Franco y el inicio del reinado de Juan Carlos, el paso de la monarquía parlamentaria formal a una democracia plural efectiva y estable, aunque tuvo sus problemas, finalmente es lo que quedó. El despegue económico vino cuando los socialistas, siendo primer ministro -ahí le llaman presidente- Felipe González, consiguieron que España ingresara a la Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea (algo podría parecerse la firma del T-MEC, si el gobierno de la 4T no estuviera tan plagado de contradicciones).

 

Solo que en una sociedad democrática hasta los monarcas tienen que rendir cuentas. La hija y hermana de los reyes de España está sujeta a proceso y su marido en la cárcel. Ahora es el turno del rey emérito, quien sale de su antiguo reino en un autoexilio pactado con su hijo para no causar más daño a la institución monárquica (ser irá a vivir a la República Dominicana, por cierto, a una villa bastante cómoda, a juzgar por las fotos). Y todo porque una de sus amantes más recientes (empresaria alemana, llamada Corinna), la que lo acompañaba a cazar elefantes en África -y ahora mismo, mientras tanto, está con él en Abu Dabi-, declaró ante un tribunal suizo que varios millones de euros depositados en su cuenta fueron un regalo de Juan Carlos por “amor y gratitud”; quien los recibió -esos millones y otros más-, dicen, como “comisión” por haber conseguido que el tren rápido, Ave, de manufactura española, llegara de Medina a La Meca, en Arabia Saudita.

 

En México, tenemos ya más de cincuenta y tres mil muertos -oficialmente habían dicho que no serían más de seis mil- como consecuencia de una errónea política de salud para enfrentar la pandemia mundial que nos agobia. Sin embargo, la mayoría legislativa en ambas cámaras federales es incapaz de pedir cuentas al presidente de la república. Pero nos seguimos manifestando orgullosos de nuestra tradición republicana, solo que sin democracia auténtica.

 

Ciudad de México, 12 de agosto de 2020

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.

Sé el primero en comentar

Déjanos un comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


*