EL PRÍNCIPE LOCAL

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández

 

El domingo 5 de junio próximo habrá elecciones de gobernador en seis estados de la República Mexicana, así es que encuestas van y encuestas vienen para tratar de avizorar que partido político o alianza partidista puede ganar más gubernaturas y cuáles. Como supongo o mejor dicho, estoy seguro, que la alianza que va a ganar más gubernaturas, si no es que todas, por razones bien conocidas -unas, y totalmente o más o menos desconocidas otras- es la alianza partidista que comanda el presidente de la república, prefiero no especular ni hacer predicciones respecto a resultados electorales sino referirme a la gestión de los príncipes locales que resulten electos, es decir, a lo que les espera.

  

Pero, como supongo que usted, amable lectora o lector, puede estar en cualquier lugar del planeta y que por lo pronto lo único que nos une, además del idioma, es la referencia a la obra clásica del autor florentino más el adjetivo “local”, creo conveniente dar una explicación lo más breve posible sobre el tipo de príncipes locales que tenemos en México.

 

Formalmente, porque eso dice la Constitución vigente, México es una república federal integrada por 31 estados de la república y la Ciudad de México, que es la ciudad capital del país, sede de los poderes federales (o nacionales o centrales), y que para efectos prácticos se gobierna casi igual que un estado de la república que, también, por ahí dice la misma Constitución, son estados libres y soberanos. La verdad, en esta etapa de globalización económica, jurídica y política ya no sé qué significa eso de “libres y soberanos”, pero así dice la Constitución.

 

Además, sucede que desde el inicio de la historia constitucional de México los estados de la república nunca han sido ni tan libres ni tan soberanos, porque formalmente, como sucede en todo sistema federal, hay facultades exclusivas del gobierno federal o central o nacional, facultades exclusivas de los estados -hasta hace pocos años también de la Ciudad de México-, así como prohibiciones y obligaciones expresas sobre lo que pueden hacer o dejar de hacer los estados y la Ciudad de México.

 

En el siglo XIX hubo dos constituciones republicanas centralistas y dos imperios también centralistas, además de que desde el congreso constituyente de 1824 en el que se estableció la república federal hubo un mano a mano entre Miguel Ramos Arizpe y Fray Servando Teresa de Mier, diputados constituyentes, sobre los alcances del federalismo que iniciaba. El debate fue profético, pues al final de cuentas nuestro federalismo ha resultado -sobre todo en los años recientes y los que siguen- un federalismo centralizado en vías de mayor centralización.

 

Entre tanto hubo golpes militares, intervenciones extranjeras, dos nuevas constituciones federales, hasta que quedó una estructura federal en el texto constitucional vigente que es parchada y remendada cada que se le ocurre al presidente de la república en turno, sea para obtener votos en la campaña presidencial, o sea porque sin haber anunciado reforma alguna, cuando ya llega al cargo -como sucede con el actual presidente- empieza a reformar la Constitución sin ton ni son.

 

Hay que reconocer que no resulta tan fácil esto de reformar la Constitución cada vez que el presidente quiera centralizar todavía más nuestro federalismo -o modificar cualquier otra cosa-. Pues cualquiera supondría, con justa razón, que los gobernadores de los estados libres y soberanos y los diputados -tanto federales como locales- de cada entidad federativa se opondrían a cualquier reforma que recortara o disminuyera sus atribuciones. Por lo que es necesario descubrir cómo es que sucede este milagro, es decir, cómo es que se puede reformar tan fácilmente la Constitución para centralizar más nuestro federalismo. Las razones son muy sencillas, son económicas y políticas, mismas que trataré de explicar. 

 

Hace muchos años, en 1929 para ser exactos, a un presidente de la república que estaba a punto de terminar su periodo de gobierno se le ocurrió formar un partido político nacional, para reunir a todos los partidos políticos chiquitos que había regados por todo el país. La verdad es que no fue una ocurrencia sino una necesidad. Acababan de pasar las elecciones presidenciales y los tres candidatos presidenciales, incluido el ganador, habían sido asesinados. El que ganó había querido reelegirse y ya lo había logrado, nada más que lo mataron. Así es que el presidente en funciones convocó a toda la clase política nacional -que desde luego incluía a todos los generales con mando de tropa-, a los que les debe haber dicho algo más o menos así: “para todos va a haber algo de poder político, pero tenemos que poner un poco de orden en la repartición, para que no continuemos matándonos entre todos”. 

 

El resultado fue un partido político nacional que de inmediato se convirtió en partido único y que, al paso del tiempo, después de haber propiciado o tolerado la formación de otros partidos chiquitos que no le hicieran sombra, se convirtió en un partido hegemónico, ya después nada más dominante, para quedar ahora en un partido “bisagra”, es decir, uno que puede -todavía- inclinar el fiel de la balanza en las votaciones legislativas federales y locales.

 

En los años recientes, este partido político perdió dos veces la presidencia de la república. La primera vez estuvo doce años fuera de la presidencia, pero el partido que le ganó la primera vez no supo o no quiso o no pudo mantenerse en el poder presidencial de manera indefinida. Tal vez esto sucedió porque es el único que tiene al menos un poquito de democracia interna y al final de cuentas su poder político implosionó. Pero el dueño del partido político que le ganó la segunda vez, ese sí llegó para quedarse y en eso está. Por lo que lo primero que ha procurado es asegurarse una clientela electoral cautiva mediante el reparto de dádivas elegantemente llamadas “programas sociales”, para beneficiar al pueblo sabio -que es tan apreciado y sabio porque no sabe lo que pasa con su voto, aunque solo tenga uno-. Hasta el momento no le ha ido tan mal al nuevo presidente en funciones y en una de esas hasta le puede ir mejor y logra alcanzar su perpetuación en el poder, ya sea por sí o por interpósita persona. Queda expuesta así la razón política que dije antes, aunque me falta una con la que voy a cerrar esta colaboración que, como siempre, sin querer queriendo se alarga.

 

La razón económica más bien es fiscal, de gasto público y de su control. En eso de cobrar impuestos y repartir lo que se junte, México es un país federal que ha tenido mucha dificultad para que se pongan de acuerdo los que cobran impuestos y los que se gastan lo que se cobra, porque desde luego no son los mismos. Así es que el sistema de distribución de competencias fiscales está en constante revisión, cada año hay una nueva “miscelánea fiscal” para recaudar más y cada varios años se revisan algunas de las leyes que regulan el ejercicio del gasto público -pues se trata de otras leyes, parecidas a las anteriores, pero distintas-. Supongo que, para este momento, cualquier nacionalidad que usted tenga, ya adivinó el truco: en efecto, tanto la recaudación como la distribución del gasto público está perfectamente centralizada en el Poder Ejecutivo Federal. Y como el que parte y reparte se queda con la mayor parte, pues el mero mero en este país es el presidente de la república.

 

Pero el cierre de la bóveda de todo este sistema federal centralizado y centralizador lo tenemos en el Poder Judicial Federal. Teóricamente, si hay un conflicto entre los poderes públicos, los medios de solución de controversias se llaman pomposamente medios de defensa constitucional que resuelve en última instancia la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Desde luego que ya también volvió usted a adivinar: a los ministros de la Suprema Corte los propone el presidente de la república y los escoge, selecciona y designa la Cámara de Senadores. Nada más que el partido político del presidente de la república tiene mayoría en el Senado, así es que ya se podrá usted imaginar quién manda en el Poder Judicial de la Federación.

 

Dicho todo lo anterior, poco importa quién gane y qué partido político gane en las elecciones del domingo próximo. Más tarde o más temprano todos irán a presentar sus respetos al señor que habita por decisión personalísima en el palacio que construyeron los virreyes de la época colonial -nadie sabe para quién trabaja-.

 

Ciudad de México, 6 de junio de 2022.

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.

Profesor e Investigador. Doctor en Derecho por el Instituto Internacional del Derecho y del Estado (México) y doctor en Estudios Políticos por la Universidad de París (Francia); posdoctorado en Control Parlamentario y Políticas Públicas por la Universidad de Alcalá (España) y posdoctorado en Regímenes Políticos Comparados por la Universidad de Colorado, Campus Colorado Springs (EUA); Especialidad en Justicia Electoral por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (México); autor, entre otros, de los libros: Nuevo Derecho Electoral Mexicano (Universidad Nacional Autónoma de México, Editorial Trillas), Análisis Político y Jurídico de la Justicia Electoral en México (Escuela Libre de Derecho de Sinaloa, Editorial Tirant lo Blanch); El Presidencialismo Mexicano en la 4T (Universidad de Xalapa); coautor de los cuatro tomos de la colección Fiscalización, Transparencia y Rendición de Cuentas (Cámara de Diputados del Congreso de la Unión).

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