La Ciudad de México es un monstruo. Una vasta mole gris que se extiende hasta el horizonte y engulle a las ciudades vecinas. Una urbe ruda y caníbal que cuando llega la primavera se pinta de colores y se viste un poco de fiesta. Entre los meses de marzo y mayo las miles de jacarandas que duermen en las avenidas, calles y colonias de la ciudad explotan en un intenso color morado que hace que los capitalinos levanten su cabeza del suelo y contemplen los “fuegos de artificio de las jacarandas, donde graznan los cuervos alegremente”, como dijo una vez Octavio Paz.
Estos árboles originarios de Brasil, llegaron de manera masiva a la Ciudad de México de la mano de un paisajista japonés que se enamoró de América y cambió el curso de su propia historia y de la ciudad con sus semillas y sus plantas, su nombre era Tatsugoro Matsumoto. Hace casi un siglo, Matsumoto recibió el encargo de plantar en la capital mexicana cerezos japoneses por orden del presidente Pascual Ortiz Rubio (1930-1932), -igual que había sucedido en Washington en 1912-, pero el experto en el arte del ueki shi (paisajismo japonés) decidió cambiar de árbol en su propuesta porque el clima de México no sienta bien al cerezo japonés, al que llaman sakura. En su lugar, Matsumoto eligió la jacaranda, un árbol tropical de rápido crecimiento con flores de un intenso azul violeta que puede alcanzar hasta los 20 metros de altura.
Un árbol gris con flores moradas
El nieto de Tatsugoro Matsumoto todavía recuerda a sus 95 años, “el carácter duro pero humano” de su abuelo y cómo pasó toda su vida trabajando en los viveros que le hicieron convertirse en un próspero empresario. Las manos de Ernesto Matsumoto parecen el tronco de una jacaranda, de un color grisáceo y madera perfumada, están fisuradas por el tiempo pero a la vez son fuertes. “Desde que nací he visto la jacaranda en mi casa, hay una relación de ese árbol con mi familia y siento como que es de mi país”, recuerda Ernesto Matsumoto.
Don Ernesto, como le llaman sus conocidos, se sienta en una silla de bambú con los ojos entornados y cuando comienza a hablar -con un acento mitad mexicano, mitad japonés- parece que echara raíces en el rincón de su jardín y le empezaran a brotar ramas y pequeñas flores malvas de la cabeza. Matsumoto nieto habla de su familia, de Japón, de México, de la Segunda Guerra Mundial en la que luchó, de árboles y de vacas lecheras.
“Mi abuelo se instaló en México en 1896 para ya no volver a Japón. Antes había estado trabajando para Jesús Landero, un importante empresario de Hidalgo que a través del ministro de Hacienda presentó a mi abuelo al presidente Porfirio Díaz ”, cuenta Ernesto Matsumoto. Díaz y su esposa se enamoraron tanto del trabajo del japonés que le asignaron el cuidado y diseño de los jardines del Castillo de Chapultepec, lo que le catapultó como el jardinero/paisajista de moda entre la alta sociedad mexicana. “En ese tiempo el salario mínimo era cinco centavos y a él le pagaron 12 pesos. Porfirio le dijo a mi abuelo: ‘Te estoy pagando más pero es para que tengas un vivero para sembrar semillas y plantas porque en la Ciudad de México hay puros nopales y no hay árboles”, cuenta el nieto de Matsumoto.
El último viaje que Tatsugoro Matsumoto hizo a Japón fue para despedirse de su familia y llevarse un cargamento de plantas al otro lado del Pacífico, desde el puerto de Yokohama hasta México, pasando por San Francisco. “Después de tres meses las plantas llegaron convertidas en pura leña, no aguantaron el viaje”, cuenta el nieto del jardinero. Mientras Matsumoto esperaba frente al mar todos los días a que llegara su barco, Jonh McLaren, el jefe del Golden Gate Park, encargó a Matsumoto en 1894 la creación de un jardín japonés para una exposición internacional que se celebraba en la ciudad. “Actualmente se puede seguir contemplando el Japanese Tea Garden que mi abuelo construyó bajo el puente de San Francisco”, dice con orgullo don Ernesto enfundado en un impecable traje azul marino.
“Tatsugoro fue uno de los primeros emigrantes que arribó a México, justo un año antes de la gran emigración masiva de japoneses en 1897”, explica el historiador Sergio Hernández Galindo. “Matsumoto en realidad, fue uno de los primeros inmigrantes a América Latina ya que antes de entrar en México había trabajado en Perú”, cuenta el historiador en un artículo publicado en 2016.
Los jardineros de los presidentes de México
El negocio de los Matsumoto prosperó como una gran empresa con la llegada a Ciudad de México de su hijo, Sanshiro, que había cruzado el Pacífico con 15 años en busca de su padre. Sanshiro años más tarde se hizo cargo de la contabilidad y las finanzas hasta llegar a tener una florería en la colonia Roma, -tienda que aún se mantiene en pie a cargo de una de las bisnietas de Matsumoto-, numerosos terrenos y ranchos como ‘El Batán’, la Hacienda Temixco o los invernaderos de Tacubaya y San Pedro de Los Pinos, donde se cultivaban las jacarandas y otras plantas.
Durante décadas, los Matsumoto fueron los jardineros oficiales de los presidentes en México. Pese a la Revolución y a la historia política convulsa del país durante la primera mitad del siglo XX, la familia de floristas supo mantener su estatus y su negocio, gobernara quien gobernase.
“Se acaba convirtiendo en un personaje célebre de alta sociedad, el resto de japoneses eran mineros, agricultores y comerciantes. Matsumoto queda ligado a la alta sociedad mexicana. Todos los que llegan al poder tendrán que lidiar con él es el encargado de los jardines”, cuenta en entrevista con Verne Sergio Hernández Galindo.
Entrada la Segunda Guerra Mundial, tanto Tatsugoro como Sanshiro fueron dos piezas clave en las negociaciones con el gobierno de Ávila Camacho. “El Gobierno mexicano no consideraba que los migrantes japoneses fueran un problema pero el racismo de Estados Unidos hace presión y le pide a México que los concentre. México accede y concentra a la población en Guadalajara y Ciudad de México, Matsumoto entonces funciona como intermediario para el Comité de Ayuda Mutua, un comité que crean los japoneses para organizarse en México durante la guerra”, cuenta el historiador Sergio Hernández.
El rancho ‘El Batán’ y la Hacienda de Temixco sirvieron para que los japoneses pudieran vivir ahí y cultivar sus alimentos hasta el final del conflicto. Mientras tanto, Ernesto Matsumoto, regresó a Japón cuando tenía nueve años y pasó más de 15 lejos de su familia. La Segunda Guerra Mundial lo alcanzó allí y luchó para la Armada nipona durante su estancia en la Universidad Agrícola de Tokio.
En Japón existe una palabra para contemplar la belleza de los árboles en flor: Hamami. Solo dura unos meses, después de eso las flores desaparecen sin hacer ruido. A 11.000 kilómetros de Tokio, en México, las jacarandas terminan su explosión arrojando todas sus flores y convirtiendo el suelo en una alfombra azul que recuerda cada año el paso de la primavera en la ciudad monstruo.
Cuando Tatsugoro Matsumoto arrojó su última flor de jacaranda, su nieto y toda la familia estaban allí. “Tenía 92 años y problemas en el corazón”. Dice don Ernesto que no quiso ir al hospital y prefirió quedarse en casa. “Agarró la mano de su médico y le dijo: “Doctor, muchas gracias”. Después de eso cerró los ojos y se murió. Así acabó su vida: limpio, pulcro, no dejó llorar a la gente, fue como si se durmiera. Así fue la vida de Tatsugoro Matsumoto, mi abuelo vivió como se murió”.
El País
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