EL ACUERDO PRESIDENCIAL DEL 22 DE NOVIEMBRE

 

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández

 

En la prensa nacional y en redes sociales lo han llamado “el decretazo”, pero en realidad solo se trata de un acuerdo presidencial que, para la mayor parte de los ciudadanos, gobernados, administrados o como guste usted llamarles, ha pasado desapercibido o no le han dado la importancia mayúscula que sin duda tiene para efecto de calificar la congruencia de un líder político que ha sustentado buena parte de su carrera política bajo el discurso de la honestidad valiente.

 

Así es que me parece conveniente explicar la dimensión de este atropello a la Constitución y a las leyes, que desde luego no ha sido obstáculo para mantener el alto porcentaje de apoyo popular que recibe ese líder carismático o populista según las encuestas de todos los días; estén o no cuchareadas; pues al parecer la incorruptibilidad de las encuestas y de quien las contrata también está fuera de duda para sus lectores, seguidores y beneficiarios.

 

Empiezo por señalar que el poder político en las monarquías absolutas era omnímodo y no estaba sujeto a ningún tipo de control por parte de los seres humanos. Los creyentes suponemos que hay un control divino que castiga en la otra vida, pero en la vida terrenal el control del poder político ha llevado bastante tiempo irlo construyendo. Particularmente en esos aspectos que le dan mayor disfrute al ejercicio del poder político: cobrar impuestos, gastar el dinero recaudado -y también el que se pide prestado para cubrir los gastos públicos, cuando no alcanza lo recaudado-, y fiscalizar el dinero gastado, es decir, cuánto, cómo, dónde y para qué se gastó.

 

Todo esto es lo que se llama rendir cuentas. Esta rendición de cuentas es para exigir que los gobernantes sólo cobren lo que dice la Constitución y las leyes que pueden recaudar; que gasten el dinero recaudado -y también el prestado y adeudado- en lo que dicen la Constitución y las leyes que deben gastarlos; por lo que hay organismos especializados en fiscalizar y castigar a quienes hayan gastado de más o de menos o simplemente se les haya hecho bolas el engrudo. Incluida la posibilidad de que se hayan llevado a su casa -o a su cuenta de banco- alguna parte.

 

Para evitar que esto suceda y para facilitar la identificación de lo que haya sucedido, sobre todo cuando esté mal hecho, la transparencia de todo lo que hacen los gobernantes es una condición indispensable -al menos así dice el artículo sexto de la Constitución, dicen que vigente-. La Constitución y la doctrina constitucional ya hasta le pusieron un nombre muy bonito: principio de máxima publicidad. Bueno, dicen que hasta veinte artículos de la Constitución mexicana y un montón de leyes están dedicados a regular todo esto de la rendición de cuentas y la transparencia.

 

Desde luego que llegar a esta regulación Constitucional y legal -últimamente, también convencional, porque ya hasta hay tratados internacionales para evitar que los gobernantes de cualquier país se quieran pasar de listos- no ha sido sencillo. Convencer a los monarcas absolutos -de un reino o de una república- que rindan cuentas sobre lo que recaudan, gastan y cómo, cuándo, dónde y para qué lo gastan, pues nada más no ha resultado sencillo.

 

Allá en el lejano año de 1215, los súbditos de un rey lograron obtener de él una Carta Magna, británica, entre otras cosas, para regular los ingresos y que el rey no les cobrara lo que se le ocurriera por las mañanas o por las tardes o por las noches. Muchos años después, en 1689, también los ingleses obligaron a otro rey a respetar un Bill of Rights, gracias al cual tuvo que señalar, entre otras cosas, las partidas que asignaba al gasto público. Un siglo después, pero en Francia, en 1791, los franceses pusieron por primera vez en una Constitución que era obligatorio controlar el gasto público y hasta crearon una oficina para que lo hiciera.

 

En México, el asunto éste de regular ingresos, gastos y su control, llevó más tiempo. Quién sabe cómo le hayan hecho los aztecas, o mis paisanos y antecesores los zapotecos, mixtecos y de los demás grupos étnicos precolombinos que existieron -y siguen existiendo, incluso con lengua materna viva algunos- en el territorio de lo que hoy es Oaxaca -un estado o entidad federativa que integra la Federación mexicana-. Como eran pequeños imperios o ciudades-Estado, el control mediante la democracia directa, de tipo ateniense, debe haber sido lo más frecuente. Aunque luego resultó que también los tlatoanis o caciques o sátrapas precolombinos que gobernaron en lo que hoy es México fueron autócratas -como sus pares europeos-, a juzgar nada más por el culto a la personalidad que se ejercía. Entre los aztecas, por ejemplo, eso de mirar de frente al emperador no era cosa sencilla, pues corría usted el riesgo de ser castigado con penas tan convincentes como por lo menos ser azotado. Si ni siquiera lo podían mirar, menos le iban a pedir rendir cuentas.

 

La colonización española trajo otra etapa civilizatoria en la que, aunque había monarcas absolutos aún -y siguieron varios años después, algunos incluso muy enamorados (del poder, del dinero y de las mujeres)-, ya había una Constitución que regulaba sus actos. Así es que la primera Constitución que tuvimos vigente en el territorio de lo que ahora es México, pues fue la Constitución española de Cádiz de 1812, la cual desde luego regulaba ingresos, gastos y control del gasto.

 

Por lo que, cuando ya nos volvimos un flamante país independiente, lo primero que hicieron los sucesivos constituyentes fue “fusilarse” las Constituciones de Cádiz, la de Estados Unidos y las francesas -los franceses, igual que a nosotros, les gustaba coleccionar Constituciones-. Y como todas esas Constituciones regulan los controles que ya dije, pues en nuestras Constituciones mexicanas quedó plasmado tal cual, por lo que hasta la fecha se ven muy agraciadas. Claro, con la pequeña salvedad de que esa regulación nomás no se cumplía.

 

Imagine usted si iban a estar dispuestos a cumplir esos controles constitucionales los generales triunfantes de la guerra civil que tuvimos a inicios del siglo pasado, mejor conocida en los libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública con el galán nombre de “Revolución Mexicana de 1910”; cuando que todos ellos se dedicaron a matarse entre sí para alcanzar o mantener el poder al que llegaron por la vía armada.

 

Así es que, poco a poco, como que ya se empezaban a mejorar y, también, empezaban a cumplirse en México las disposiciones en dichas materias -ingreso, gasto y control, sobre todo control-, una vez que el partido político hegemónico que llegó al poder por la vía armada perdió la mayoría en las Cámaras federales -aunque para esto hayan tenido que pasar setenta años-, particularmente en la Cámara de Diputados que es la que de manera exclusiva autoriza el Presupuesto de Egresos de la Federación y el control del gasto -pues designa al Auditor Superior de la Federación-.

 

En esto apenas empezábamos a experimentar cuando resulta que, en 2018, un líder carismático y populista -es decir, necesariamente demagogo y lo que se junte a todos los que son de este tipo de gobernantes-, obtuvo 30 millones de votos y la mayoría en ambas Cámaras federales -poco a poco ha ido consiguiendo la mayoría en la mayoría de los Congresos locales-. Así es que se le hizo muy fácil expedir un “Acuerdo por el que se instruye a las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal a realizar las acciones que se indican, en relación con los proyectos y obras del Gobierno de México considerados de interés público y seguridad nacional, así como prioritarios y estratégicos para el desarrollo nacional”; mismo que fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el pasado 22 de noviembre de 2021.

 

Para entenderlo mejor, transcribo de manera literal lo que dispone dicho rutilante Acuerdo:

 

“Artículo Primero.- Se declara de interés público y seguridad nacional la realización de proyectos y obras a cargo del Gobierno de México….”. Es decir, todos los proyecto y obras que alguien -supongo que el presidente de la república, porque el acuerdo nomás no dice quién- señale que “se consideren prioritarios y/o estratégicos para el desarrollo nacional”.

 

“Artículo Segundo.- Se instruye a las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal a otorgar la autorización provisional a la presentación y/u obtención de los dictámenes, permisos o licencias necesarias para iniciar los proyectos u obras a que se refiere el artículo anterior, y con ello garantizar su ejecución oportuna, el beneficio social esperado y el ejercicio de los presupuestos autorizados.

“La autorización provisional será emitida en un plazo máximo de cinco días hábiles contados a partir de la presentación de la solicitud correspondiente. Transcurrido dicho plazo sin que se emita una autorización provisional expresa, se considerará resuelta en sentido positivo”.

 

A esto se le llama “afirmativa ficta”, es decir -pongo algunos ejemplos-, pido permiso para construir una vía de ferrocarril, aunque me lleve de paso bosques y selvas de comunidades indígenas que no solo no fueron consultadas sobre dicha obra pública -poco importa que así diga la Constitución que debe hacerse-, sino que además se opongan abiertamente a dicha obra. O bien, pido permiso para construir un aeropuerto, pero quién sabe si el tráfico aéreo pueda realizarse con seguridad y, además, no hay conexiones terrestres para la población que llegue a tomar los aviones, ni las tengo previstas. O quiero construir una refinería en un lugar donde voy a devastar la naturaleza, además de que por lo mismo se inundará en tiempo de lluvias. O quiero militarizar la administración pública y confiarle a las Fuerzas Armadas proyectos y obras que no corresponden a sus funciones establecidas en la Constitución.

 

Pero si la oficina del gobierno, a la que otra oficina del mismo gobierno le pide permiso de construir y arrasar, no le contesta en cinco días, pues hace de cuenta que le dijo que sí y empieza a hacer o desmantelar lo que quiera, conforme a lo establecido por el decretazo. Así de fácil. No crea que estoy bromeando o calumniando al señor que ofrece todos los días una honestidad valiente, está publicado en el Diario Oficial de la Federación y firmado por el señor de la honestidad valiente.

 

Bueno, la ventaja es que estas cosas ¿a quién le interesan? ¿quién lee el Diario Oficial de la Federación? ¿a quién se le ocurre pensar en que lo que dice la Constitución deba ser cumplido por el presidente de la república?

 

El actual presidente de la república obtuvo 30 millones de votos y considera que con eso le alcanza para no cumplir con la Constitución. Igual que los generales roba vacas que llegaron al poder político después de matarse entre sí, con el pretexto de que derrocaron a un dictador que, por cierto, a los pocos días de iniciado el levantamiento militar, firmó su renuncia y se fue exiliado, ¿o autoexiliado?, a París.

 

El problema jurídico de la impugnación constitucional del “decretazo” del que aquí he platicado, es parecido al de la impugnación del Presupuesto de Egresos de la Federación -al que ya me referí en un artículo anterior-, pero también el de otros documentos como resabio -por la falta de control constitucional expreso y puntual- de nuestro pasado autoritario: Plan Nacional de Desarrollo; Cuenta Pública; disposiciones del Consejo de Salubridad General; o las facultades del presidente en materia de comercio exterior, para modificar las disposiciones expedidas por el Congreso de la Unión. No es harina de otro costal, ya me referiré a este problema jurídico en otro artículo un día de estos.

 

Pero, insisto, ¿a quién le interesan estas cosas? Espero que a usted, amable lector o lectora; que a usted sí le interesen. De otra forma, a lo mejor tendrán que pasar nuevos setenta años para que pueda ser abrogado el decretazo que acabo de comentar.

 

Ciudad de México, 29 de noviembre de 2021.

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.

Profesor e Investigador. Doctor en Estudios Políticos (Francia) y doctor en Derecho (México); posdoctorado en Control Parlamentario y Políticas Públicas (España) y posdoctorado en Regímenes Políticos Comparados (Estados Unidos de América); Especialidad en Justicia Electoral en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (México).

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