ALGO MÁS SOBRE REYES Y PRINCESAS

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández

 

No es que las preocupaciones del rey emérito me hayan dejado muy intranquilo (pues pensé que ya había escrito sobre el tema lo que hasta ese momento me parecía interesante), lo que pasa es que, por casualidad, después de haber escrito la nota sobre la amante del rey, publicada la semana pasada, vi por televisión un programa de esos dedicados a la realeza y a la ropa de diseñador (las mujeres mejor vestidas parece que son las reinas y las princesas); específicamente, sobre la coronación del rey Guillermo Alejandro de los Países Bajos, es decir, Holanda (nieto de la reina Juliana y del príncipe Bernardo que, si mal no recuerdo, también visitaron Oaxaca alguna vez) y su esposa la reina (y economista argentina) Máxima (avecindada entonces en Nueva York, pero que conoció a su príncipe en Sevilla), nacida Máxima Zorreguieta -hija del ministro de Agricultura durante el gobierno del dictador militar Rafael Videla (razón por la cual, por acuerdo del parlamento neerlandés, para autorizar la boda, el papá de la entonces futura princesa no pudo asistir al casorio de su hija)-. Y otro programa más, o más bien el mismo, pero también sobre el actual emperador de Japón, Naruhito (egresado de la Universidad de Oxford, en Inglaterra), y su esposa, la egresada de la Universidad de Harvard (y también egresada de Oxford), la ahora emperatriz Masako (segunda plebeya convertida en emperatriz de los japoneses, la primera en serlo fue su suegra).

 

Resulta que simplemente me conmovió la simpatía de sus súbditos (y conste que no estaba viendo escenas de la forma como los ingleses se volcaron al Palacio de Buckingham a depositar ofrendas florales y mensajes de condolencias cuando murió Lady Diana), tanto en Holanda como en Japón; pero sobre todo me movió a la reflexión acerca de la vigencia de la forma de gobierno monárquico, aunque sean monarquías parlamentarias, en países de primer mundo; cuyo nivel de ingreso, de escolaridad y de calidad de los servicios públicos -sobre todo de educación y salud- están muy por encima de los que tenemos los mexicanos, tan orgullosamente republicanos. 

 

Como lo hago normalmente cuando inicio los cursos de Derecho Constitucional que imparto, para tratar de explicar este hecho tuve que recurrir al primer párrafo del libro más conocido del más clásico de los politólogos contemporáneos: “Todos los Estados, todas las dominaciones que han ejercido y ejercen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados” -como inicia Nicolás Maquiavelo su opúsculo sobre las monarquías mejor conocido como El príncipe (libro dedicado a César Borgia, hijo del papa Alejandro VI)-. Inmediatamente después distingue entre los principados hereditarios, los mixtos, los civiles y los que se consiguen mediante crímenes -aunque luego agrega los eclesiásticos-, para luego dar asesoría a los príncipes de todo tipo para seguir siéndolo (creo que AMLO es un lector frecuente de este librito, como un día de estos trataré de demostrarlo). Escribió Maquiavelo que los principados hereditarios eran los más fáciles de conservar: “basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan producirse”. Sin embargo, todo indica, como escribí la semana pasada, que ni para Juan Carlos I, ni para Felipe VI, pero tampoco para la emperatriz Masako o la reina Beatriz (progenitora del rey Guillermo Alejandro, que abdicó a su favor) por ejemplo, ha sido tan sencillo (tampoco para doña Chabela que es hora que no puede abdicar).

 

Hace algunos meses me invitaron a comentar la reciente publicación (de diciembre de 2018) de un libro escrito hace como setecientos años por Dante Alighieri (entre 1300 y 1313), cuyo título es La Monarquía; así es que para despejar mis dudas también recurrí a este autor, quien intentó en ese escrito responder tres cuestiones que para entonces sonaban interesantes: “si la Monarquía es necesaria para el bien del mundo; … si el pueblo romano se atribuyó de iure a sí mismo el gobierno monárquico; y, en tercer lugar, si la autoridad del Monarca depende de Dios directamente o de un tercero, ministro o vicario suyo” (por aquello de la pugna que nada más duró varios siglos entre el Papado y el Imperio). En otro libro, Maquiavelo escribió sobre las vicisitudes de la república romana (Discursos sobre la primera década de Tito Livio); al poco tiempo del libro escrito por Dante el papa tuvo que cambiar de domicilio de Roma a Aviñón (en Francia) -aunque después regresó y ahí sigue residiendo (fue el Cautiverio de Aviñón y luego vino el Cisma de Occidente, por ese pleito que ya les conté)-, por lo que me quedo solo con la primera pregunta: “si la Monarquía es necesaria para el bien del mundo”, pero en su versión sociológica de estos días actuales.

 

Recurro entonces a otro libro que también es de mis “caballitos de batalla” para el curso ese: Teoría de la Constitución de Karl Loewenstein, cuando escribe sobre los controles horizontales y verticales que pueden estar escritos en una Constitución, pero donde distingue también entre los regímenes autoritarios y totalitarios; señalando entre aquellos a la monarquía absoluta, el cesarismo plebiscitario de Napoleón y el neopresidencialismo. Claro que éste fue un libro escrito en 1957 -aunque recurro para citarlo a una edición española reciente, de 2018-, por lo que no incluye entre sus temas el populismo y la posverdad, por ejemplo, ahora tan de moda (con Trump y con AMLO); ni todas esas fórmulas del realismo mágico de la literatura latinoamericana sobre nuestras dictaduras, unas militares y otras nada más presidenciales (la esposa de Gabriel García Márquez, por cierto, falleció apenas el sábado 15 de agosto pasado; personaje clave para que Gabo hubiese escrito Cien años de soledad -su otra pareja corrió y se fue, allá en París, en cuanto éste terminó de escribir El coronel no tiene quien le escriba, nomás no lo aguantó). Lo curioso es que tampoco incluye la monarquía parlamentaria, será porque la primera edición fue de la Universidad de Chicago (la primera edición alemana es de 1959) o será porque el autor era alemán y el imperio alemán terminó con la derrota de la Primera Guerra Mundial (Guillermo II, Emperador de Alemania y Rey de Prusia abdicó en 1918), por lo que el tema ese de las monarquías parlamentarias a lo mejor no le hacía mucha gracia (Maurice Duverger, en cambio, en Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, dedica un capítulo al estudio de las monarquías tradicionales y de las monarquías contemporáneas. Pero a Giovanni Sartori, en Ingeniería constitucional comparada, tampoco le hacen mucha gracia las monarquías pues ni las menciona).

 

Regreso a Loewenstein: “La dirección de cualquier sociedad estatal, independientemente de la institucionalización de su “forma de gobierno”, yace en las manos de una minoría manipuladora constituida por los detentadores del poder” (otra forma, elegante, de expresar la ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels -el poder recae siempre en manos de unos pocos, sea monarquía, aristocracia o democracia-). Así es que poco importa que se llamen reyes, presidentes, secretarios generales del partido, primeros ministros o jefes de gobierno o jefes de Estado. Importa más saber si los controles horizontales y verticales del poder político son efectivos -o qué hacer para que lo sean-, estoy convencido.

 

Pero mi pregunta inicial sobre las razones de la vigencia de las monarquías contemporáneas en sociedades altamente industrializadas y desarrolladas, con democracias auténticas, sigue sin respuesta. Más aún, si consideramos que son sociedades que no tienen las desigualdades abismales ni el racismo que tiene México, por ejemplo, supuestamente republicano y democrático y laico y ahora hasta con una cartilla moral que los hermanos evangelistas andan repartiendo en las casas (ni la corrupción de las élites gobernantes, ni la miseria, ni la pobreza, ni la inseguridad, ni el desempleo, ni la demagogia, ni la mentira, ni los pésimos servicios públicos, etc.); pero que admiten una diferencia de tratamiento en la sociedad (reyes, príncipes, nobles y los demás) siendo sociedades que han reducido sensiblemente sus diferencias de oportunidades, de ingreso económico, de educación, de acceso a servicios públicos de calidad, etc.

 

La única respuesta racional que por el momento se me ocurre es que sus élites políticas tienen muy presente la realidad de supuestas “repúblicas representativas y democráticas” como las latinoamericanas, como para dejar de ser monarquías parlamentarias y correr el riesgo de perder lo que hasta ahora han alcanzado. Todo parece indicar que Maquiavelo tenía razón o que lo siguen leyendo (además de que los monarcas tienen mucho dinero, aunque dicen que no tanto -tal vez por eso don Juan Carlos andaba redondeando el bolillo entre los jeques árabes-, pero reciben un estipendio debidamente presupuestado por su trabajo de reyes o de príncipes).

 

Por aquello de las dudas, dejo claro que esto no quiere decir que las actuales repúblicas bananeras con sus sátrapas nativos puedan resolver sus problemas ya mencionados con establecer monarquías absolutas (aunque no faltan quienes las quieran imitar), ni siquiera parlamentarias (Maquiavelo, desde luego, se inclina por la república, pero cuando escribe los Discursos). Algunos autores, como Juan Linz, han propuesto el parlamentarismo como la forma de gobierno republicano idónea para nuestros países. Pero, en México, las élites de todos los partidos políticos nacionales ni siquiera pensaron en el parlamentarismo al suscribir el Pacto por México, en 2012 -a lo mejor también por eso AMLO le hizo el feo al Pacto este- (con las reformas de 1996 eliminaron el modelo semipresidencial o semiparlamentario para el gobierno local del entonces Distrito Federal); menos ahora con un presidente con facultades metaconstitucionales, sin necesidad alguna de rendir cuenta de sus actos.

 

Ciudad de México, 19 de agosto de 2020.

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.

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