Eduardo de Jesús Castellanos Hernández
Se trata de un libro de Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), quien estudió Filología Clásica en las universidades de Zaragoza, Florencia y Oxford. En Zaragoza estuve hace algunos años en un congreso internacional sobre Informática Jurídica; de las ciudades que conozco, Florencia es la que más me gusta después de Oaxaca; y como no pude estudiar en Oxford, pues me conformo con haberla visitado. De Filología, en cambio, confieso, nunca he leído un libro. Aunque, a juzgar por el subtítulo del libro que ahora comento y que explica su contenido: La invención de los libros en el mundo antiguo, a lo mejor se trata de un libro de Filología y no me había dado cuenta.
Parece que este asunto de los libros no le interesa a mucha gente, si tomamos en consideración el número promedio de libros leídos por los habitantes de los países del mundo. En 2020, me dice San Google, el promedio de libros leídos por una persona era el siguiente: España, 7.5; Estados Unidos, 12; Francia, 17; México, 3.4. En México, según el INEGI, los hombres leen 3.7 y las mujeres 3.2 ejemplares anualmente. Claro que la Estadística es engañosa, pues, por ejemplo, no sabemos cuál es la extensión de esos libros, menos aún su contenido; tampoco la condición económica de los lectores, ni su escolaridad, ni sus necesidades de lectura.
Pero como me llama la atención eso de los libros, pues traté de leer de corrido éste una vez que lo compré en la Librería El Péndulo, de la Zona Rosa, en la Ciudad de México -preciso el lugar de la compra porque el libro dedica un espacio a los libreros, las librerías, su tradición y sus pesares-. Me llevó pocos días terminarlo, pero al final me entró un sentimiento que no me había pasado con otros libros -o a lo mejor sí con algunos, los de García Márquez, por ejemplo-: no quería que terminara el libro. En realidad, parece una novela histórica y de futurología, a veces apasionada o hasta sentimental, cuyos personajes centrales son el libro y una biblioteca, la de Alejandría.
La autora tiene el doctorado europeo en Filología Clásica -también tiene un hijo que para este momento, calculo, debe tener cinco años de edad-, por lo que el libro se divide en dos grandes partes: Grecia y Roma -un poco de historia, un poco más de literatura antigua y reciente, una que otra película, pero sobre todo reflexiones instantáneas a partir de lo citado o evocado-. Por lo que, para beneficio de sus lectores, en algún momento le dedica algunas páginas a explicar lo que es un clásico.
No sé si este libro se vuelva un clásico en su género (lo leo en su trigésima tercera reimpresión tan solo en dos años) -ya dije que es el primero que leo sobre el tema-, pero de que se disfruta enormemente su lectura no me queda duda. No dice ella que disfrutar la lectura de los clásicos sea un requisito para ser un clásico, pero si así se estableciera, sin duda que este libro cubre esa exigencia. Además, escribir un libro y al mismo tiempo atender a un niño de dos años es un mérito adicional que debe ser destacado.
No se trata del único dato para señalar, también, que es un libro escrito desde una perspectiva de género. Hay un hálito femenino que recorre sus páginas; que a veces emerge y denuncia, pero regresa a ocultarse para continuar su narración aparentemente aséptica por cuanto al género. Pero que no tiene necesidad de reivindicarlo porque lo involucra, sin tratarse de un libro que pudiera ser calificado de feminista.
Vuelvo a hojearlo y constato que no hay una página que no tenga resaltado con marca texto alguna expresión, línea o párrafo. Así es que mejor sólo transcribo algunos, muy pocos, de los subrayados, para incitar a la lectura completa del libro:
“La historia de los esfuerzos, viajes y penalidades para llenar los estantes de la Biblioteca de Alejandría puede parecer atractiva por su exotismo. Son acontecimientos extraños, aventuras, como las fabulosas navegaciones a las Indias en busca de especies”. Como si se tratara de una guía de turistas, la autora nos lleva a recorrer esos acontecimientos extraños y aventuras.
Por ejemplo, cuando Roma ya se había convertido en el centro del mayor imperio del Mar Mediterráneo, nos dice: “Marco Antonio eligió un regalo que Cleopatra no podría desdeñar con expresión aburrida: puso a sus pies doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca”.
Recuerda esos tiempos clásicos y los presentes, porque “Necesitamos conocer culturas alejadas y diferentes, porque en ellas contemplaremos reflejada la nuestra. Porque solo entenderemos nuestra identidad si la contrastamos con otras identidades. Es el otro quien me cuenta mi historia, el que me dice quién soy yo.”
Una y otra vez aparece ese personaje, su utilidad, necesidad y actualidad: “En cambio, los libros de Atenas, Alejandría y Roma nunca han callado del todo. A lo largo de los siglos han mantenido una conversación en susurros, un diálogo que habla de mitos y leyendas, pero también de filosofía, ciencia y leyes. De alguna forma, quizá sin saberlo, nosotros formamos parte de esa conversación.”
Sin darnos cuenta, nos trae al presente, en México o Brasil: “En el siglo V a. C., el formidable sofista Gorgias escribió: “la palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión” …. Desde aquel tiempo hasta el presente, nuestra fe candorosa en las recetas para la vida ha dado de comer a muchos charlatanes de la retórica”.
Cuando se refiere a Roma, nos platica, a partir de Cicerón y Juvenal, que “Por primera vez hubo en las familias nobles madres e hijas ilustradas que conversaban, leían, conocían la libertad de los libros y sabían utilizar el poder indestructible –“como un dios o como un diamante”- de la palabra”. Hoy, en México, en las cámaras legislativas federales, una mitad de sus integrantes son hombres y la otra mitad son mujeres, gracias también al libro.
Respecto al abuso del poder, recuerda que “Ya desde tiempos de Marcial, los libreros ejercen un oficio de riesgo. El poeta pudo presenciar en Roma la ejecución de Hermógenes de Tarso, un historiador que molestó al emperador Domiciano con ciertas alusiones contenidas en su obra. Para mayor escarmiento, sufrieron también pena de muerte los copistas y libreros que pusieron en circulación el volumen maldito”.
Llega apaciblemente, casi de manera inadvertida, como para que no pueda darse cuenta el lector, a un momento culminante: “Mientras tanto, un tallador de piedras preciosas llamado Gutenberg inventa un extraño copista de metal, que no descansa jamás. Los libros vuelven a expandirse. Los europeos recuperan el sueño alejandrino de las bibliotecas infinitas y el saber sin límites. El papel, la imprenta y la curiosidad liberada de miedos y pecados conducirán a los mismos umbrales de la modernidad”, pero también de una democracia renovada. Con los libros se construyen democracias, les son indispensables.
Este libro que reseño y cito tiene otra cualidad. Al igual que Juan Rulfo en Pedro Páramo, juega con el tiempo, va y viene por el tiempo en el mismo instante. Por lo que es el mejor ejemplo de su conclusión última: “Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”.
Los escribidores de libros pueden sentirse tranquilos y satisfechos de su trabajo después de leer este libro.
Ciudad de México, 14 de diciembre de 2021.
Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.
Profesor e investigador, escritor y le
Sé el primero en comentar