¿REFORMA O CONTRARREFORMA ELÉCTRICA?

 

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández

Durante la semana anterior y la que ahora empieza, se ha discutido ampliamente en los medios informativos la propuesta de reforma constitucional en materia de energía eléctrica que el presidente de la república envió el pasado 30 de septiembre a la Cámara de Diputados, en calidad de cámara de origen. A reserva de entrar más adelante a su contexto nacional económico y político, creo conveniente iniciar esta contribución con un análisis del contexto más amplio sobre la intervención del Estado en la economía.

El Estado nacional en la forma como ahora lo conocemos -formado por territorio, población, gobierno y orden jurídico- es algo relativamente reciente. Todavía más reciente si nos atenemos a la formación de dichos Estados nacionales mediante una Constitución que los organice, reconozca derechos a sus habitantes y establezca obligaciones para sus gobernantes. En América, la Constitución que originalmente fue el modelo a seguir en los sistemas presidenciales del Continente, la Constitución de los Estados Unidos de América, data apenas de 1787, poco más de doscientos años.

Aunque es conveniente recordar que, desde la antigüedad griega de la época clásica, las ciudades-estado de aquellos tiempos tuvieron sus respectivas Constituciones. Aristóteles, por ejemplo, hizo un estudio de todas las Constituciones de esa época, de los que solo queda el que realizó sobre La Constitución de Atenas. A partir de entonces, se ha escrito mucho sobre las constituciones de los países, pero como ya dije antes, en su forma de organización actual el tema desde luego es reciente y, por fortuna, sobran los libros que estudian las Constituciones desde perspectivas muy variadas (económicas, políticas, de control del poder, de control jurídico, en su contexto internacional, etc., etc.).

Hay que decir, también, que las Constituciones de Europa tampoco son muy legendarias. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, primer resultado de la Revolución Francesa, todavía es más reciente, es de 1789; después vinieron varias Constituciones francesas que, a quien pudiera interesarle, las estudio una por una en su forma de gobierno y sus sistemas electorales en mi libro publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México y Editorial Trillas, intitulado “Nuevo Derecho Electoral Mexicano”.

Por su parte, los objetivos o tareas a realizar por los Estados nacionales modernos, incluidos los contemporáneos, también han ido cambiando. En sus inicios, obviamente, el objetivo principal era asegurar la dominación política en el territorio gobernado habitualmente por un monarca. Este asunto de las repúblicas con dirigentes de elección popular también es algo reciente. Ni siquiera la Revolución Francesa pudo desterrar de manera definitiva el gobierno monárquico, pues el propio Napoleón Bonaparte tuvo buen cuidado de restablecerlo en cuanto pudo, no obstante que al rey y a la reina les hubiesen cortado la cabeza en una plaza pública que ahora se llama Plaza de la Concordia.

Como, justamente, a ese rey francés y a su esposa les cortaron la cabeza, entre otras razones, por la hambruna que padecía la población, pues muy pronto los reyes, emperadores, príncipes o como se les llamara en cada país, se dieron cuenta que su labor de gobierno tenía que incluir algunas mejoras para la población en su conjunto, no se fueran a insurreccionar en contra de ellos. Así fue como fueron surgiendo los diversos servicios públicos que ahora conocemos como la función esencial, aparte de la militar y policiaca, de los Estados nacionales.

Nuevamente, hay que reconocer que fueron los norteamericanos, es decir, los gringos, los que se mantuvieron solamente con un gobierno republicano de elección popular; aunque dicha elección sea indirecta, a través de los llamados colegios electorales; que, por cierto, le dieron la oportunidad a Donald Trump de intentar desprestigiarlos, como sigue acostumbrando -al igual que todos los gobernantes demagogos y populistas como él, pues nunca falta alguien que les crea-, para poner en duda la legitimidad de la victoria electoral de su contrincante.

El caso es que la lista de funciones a desarrollar por un gobierno es enorme. Podríamos empezar por caminos, escuelas, hospitales y urbanización de las ciudades. Pero, también, la regulación del comercio y la emisión de moneda para asegurar dichos intercambios comerciales. De tal suerte que conforme la población fue aumentando y hubo nuevos descubrimientos en todas las materias, la función del Estado nacional ha ido asumiendo nuevas y diferentes perspectivas para atenderlas; desde aquella en la que le tocaría asegurar la prestación de todos los servicios habidos y por haber, hasta la de solamente regularlos y vigilar que los particulares -y no el Estado- que los lleven a cabo lo hagan bien y sin abusar del prójimo. O para decirlo en otros términos, el péndulo oscila entre un Estado sin sociedad o una sociedad sin Estado.

Naturalmente, México no podía ser la excepción en este tipo de oscilaciones. Así es que, para limitarnos al siglo pasado y lo que va del presente, una vez que los generales que encabezaron y triunfaron en la guerra civil mejor conocida como Revolución Mexicana, pues los nuevos gobernantes que echaron fuera a don Porfirio, y luego a Victoriano Huerta, y luego mataron a Venustiano Carranza y a Álvaro Obregón, tuvieron que justificar su presencia en el poder haciendo obras públicas y echando a andar nuevos servicios públicos. No sea que les fuera a pasar lo que a los reyes franceses o a Obregón. Para lo cual tuvieron el cuidado de cambiar de presidente cada seis años y prohibir su reelección.

De esta forma se reanudó el proceso de industrialización del país que había impulsado originalmente el gobierno del general Díaz, pero -a mediados del siglo pasado- mediante un modelo económico que se llamó de sustitución de importaciones; consistente en cerrar las fronteras a determinados productos para favorecer a los empresarios nacionales. Iniciamos así, rumbosamente, el capitalismo de compadres en el que los gobernantes se ponían de acuerdo con sus amigos empresarios para favorecer sus negocios, de los que no dejaron de volverse socios o beneficiarios de alguna manera.

En estos avatares, el general Lázaro Cárdenas expropió a las compañías petroleras, en 1938 y, varios años después, en 1960, el presidente Adolfo López Mateos, “mexicanizó” la industria eléctrica comprando sus acciones a las empresas extranjeras de esta otra industria. Ambas industrias son clave para el funcionamiento y el crecimiento de la economía nacional; ambas funcionaron desde entonces como monopolios de Estado, es decir, donde los particulares no pueden invertir ni hacer negocios. Desde luego que ambos monopolios siempre han funcionado con pérdidas, por varias razones, entre otras, porque para administrar empresas el gobierno normalmente es bastante malo, sino es que pésimo.

Durante el gobierno del anterior presidente, Enrique Peña Nieto, los partidos políticos con representación en las cámaras federales firmaron un acuerdo político conocido con el nombre de “Pacto por México”; mediante el cual se comprometieron a impulsar una serie de reformas constitucionales y legales que, en materia de energía -petróleo y electricidad-, previeron que, paulatinamente, se pasaría de un Estado interventor -monopolista- a un estado regulador y garante del adecuado funcionamiento de esas empresas públicas, a las que pomposamente se les puso por nombre “empresas productivas del Estado”.

La razón era muy sencilla, no hay dinero que alcance para invertir en ese tipo de empresas; menos aún si están mal administradas -lo que todo mundo sabe, pero nadie dice-. Sin embargo, aunque estuvieran bien administradas, tampoco les alcanzaría el dinero para invertir en su crecimiento, porque el dinero del gobierno -el de nuestros impuestos, directos e indirectos- se tiene que repartir en una enorme cantidad de actividades, todas igualmente necesarias e importantes; la lista, ya dije antes, es interminable.

El presidente Andrés Manuel López Obrador es un político profesional exitoso, que ganó una elección presidencial de manera aplastante con el partido político que fundó y así, supongo, quiere seguir, ganando elecciones para mantenerse en el poder por sí o por interpósita persona. De tal forma que ahora propone una mayor intervención monopólica del Estado Mexicano en la industria eléctrica. Probablemente a algunos o a muchos esto les parezca muy bien, pero a mí me parece muy mal, además de por las razones ya expuestas, por otras igualmente importantes.

La primera de ellas es que la intervención de empresas, nacionales y extranjeras, en la industria eléctrica, como empezó a ocurrir después de las reformas ya comentadas, tiene una protección especial a través de los acuerdos de libre comercio firmados por México, de los cuales el más reciente e importante es el T-MEC -negociado en parte y aplaudido siempre por el propio gobierno actual-. Así es que la prensa nacional ya ha dado cuenta que el pago de sanciones por echar para atrás a los empresarios privados va a salir más caro de lo que estamos pagando por haberse cancelado la construcción del aeropuerto de Texcoco; los analistas financieros han señalado que entre diez o quince veces más de lo que ya estamos pagando, a través del erario público, con nuestros impuestos.

Pero hay otra cuestión igualmente mala o peor. Hace muchos años, había una empresa pública, monopólica, que era la única que vendía papel a los periódicos. Así es que, si un periódico ejercía su libertad de prensa, pues no le vendían papel. Ahora, si el monopolio eléctrico se convierte en realidad, las empresas y los empresarios que se porten bien -y si son cuates, mejor-, pues no tendrán problema para que les vendan energía eléctrica para que trabajen y crezcan sus empresas. El capitalismo de compadres con intervencionismo estatal funcionando a tambor batiente.

Pero, por si todo lo anterior se le hace poco, resulta que las empresas privadas que ahora producen electricidad la venden a menor precio -el costo unitario promedio de la electricidad generada por la Comisión Federal de Electricidad es el doble que la generada por el sector privado- y de manera “limpia”, no contaminante como lo hace el monopolio estatal que la reforma pretende convertir en monopolio de a deveras. La lista de lo malo y lo pésimo de la reforma propuesta por el señor presidente continúa, pero el espacio se acaba.

Ciudad de México, 12 de octubre de 2021.

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.

Profesor e Investigador. Doctor en Estudios Políticos por la Universidad de París (Francia) y doctor en Derecho por el Instituto Internacional del Derecho y del Estado (México); posdoctorado en Control Parlamentario y Políticas Públicas por la Universidad de Alcalá (España) y posdoctorado en Regímenes Políticos Comparados por la Universidad de Colorado, Campus Colorado Springs (EUA); maestro en Administración de Empresas por la Universidad Autónoma del Estado de México; licenciado en Derecho por la UNAM; autor de libros de derecho público, privado y social.

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