2 DE OCTUBRE O LA LUCHA POR EL PODER ABSOLUTO

Cuando el expresidente Gustavo Díaz Ordaz, durante el gobierno del entonces presidente José López Portillo, fue nombrado embajador de México ante el reino de España, dio una conferencia de prensa antes de partir a ocupar el cargo. Todavía era la época ya comentada en que no había libertad de prensa, por lo que quienes se aventuraban a publicar críticas al gobierno pagaban las consecuencias, como le sucedió a varios periodistas que en tiempos posteriores han sabido usufructuar muy bien su inicial ejercicio de libertad de prensa en aquellos tiempos.

 

En esa rueda de prensa, un periodista le preguntó acerca de los sucesos de 1968. La respuesta inmediata, espontánea y airada del expresidente fue para asegurar que gracias a la actitud de su gobierno ese periodista podía disfrutar de la libertad de prensa que, se supone, le permitía hacer esas preguntas incómodas. Era la tesis de la conjura comunista en contra de un gobierno constitucionalmente electo cuyos adversarios, pagados desde el extranjero, amenazaban su estabilidad. Pero que, desde luego, había sido oportunamente sofocada, según el autor de la contención.

 

Era la época de la entonces llamada “Guerra Fría”, consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y del nuevo reparto del mundo entre los dos vencedores: Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Cada uno con una ideología política y un sistema económico distintos. En la URSS, el modelo de partido único con un poder dictatorial asentado en una planificación centralizada para hacer funcionar la economía. En los EUA, una economía de mercado con democracia electoral, que conforme pasó el tiempo avanzó o consolidó su potencia económica a partir del impulso al libre comercio que algunos le llaman ahora “neoliberalismo”, al que además culpan de todos los males habidos y por haber, desde luego que para eludir reconocer los propios y despistar con ello a sus oyentes.

 

Varios años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, pero en plena “Guerra Fría”, el gobierno de Cuba se declaró socialista o comunista, que para el caso es lo mismo -un Estado sin sociedad-, y puesto al servicio de la URSS fue un puente de envío de asesoría, armamento y liderazgo político e ideológico para capturar a los países que fuera posible llevar a la órbita imperial de la Unión Soviética. La ahora glorificada muerte del Che Guevara en Bolivia es el mejor ejemplo de esa intromisión.

 

Más aún, ahora se sabe que Fidel Castro ofreció el territorio de la isla de Cuba para que los soviéticos colocaran bases militares con misiles nucleares que pudieran disparar en contra de los EUA. Iguales o parecidas a las que EUA tenía en Europa o Asia, dirigidas a las bases militares de la URSS. Se sabe también que cuando ocurrió la llamada “crisis de los misiles” entre EUA y la URSS, durante los gobiernos de Kennedy y Kruschev, Castro insistió una y otra vez en bombardear ciudades norteamericanas de manera preventiva. Lo que pasó después es de todos conocido.

 

El régimen político de partido casi único existente en esa época en México tuvo el buen cuidado de mantener una buena relación con el gobierno cubano de Fidel Castro, para evitar que sus mensajeros y sus mensajes merodearan por estas tierras. Cuando vinieron el pluralismo político y el gobierno dividido, se mantuvo igual cuidado para no entrar en contrariedades con Castro y evitar que mandara a sus asesores a alborotar la gallera en nuestro país.

 

Supongo que a este escenario planteado aquí de manera integral se refería el expresidente Díaz Ordaz cuando contestó las preguntas que le formularon en esa rueda de prensa. Ciertamente, en esa época, en Europa, por ejemplo, quienes se decían de “izquierda” necesariamente eran pro soviéticos y a quienes no lo eran los acusaban de “revisionistas” o, peor aún, de “socialdemócratas”; por lo que eran expulsados del paraíso ideológico. En México, la alfabetización de la mayor parte de la población, el crecimiento económico y la expansión de la educación superior trajo como consecuencia que, a su vez, también, en las universidades, quienes se decían de izquierda fueran pro soviéticos y pro castristas, con iguales circunstancias. Parece que todavía quedan algunos que pernoctan en ese paraíso ideológico.

 

El caso es que, en 1968, el ejército terminó de una manera muy sencilla con las manifestaciones de los jóvenes universitarios, que entonces salíamos a las calles en muchas ciudades del país. Simplemente disparó en contra de los manifestantes, mató a varios, tal vez muchos jóvenes, la tarde del 2 de octubre de 1968. Nunca se supo cuántos jóvenes fueron masacrados en la Plaza de las Tres Culturas, en la unidad habitacional Tlatelolco, en la hoy Ciudad de México entonces Distrito Federal.

 

Vistas a la distancia, las demandas estudiantiles eran bastante inocuas como para poner en peligro la estabilidad del régimen político. Con un desplante demagógico, como los que son tan frecuentes en todos los regímenes políticos, el presidente pudo haber concedido todo lo solicitado y, automáticamente, hubiera dejado sin bandera a quienes entonces salíamos a las calles a manifestarnos, teóricamente por exigir el cumplimiento de un pliego petitorio -implícitamente, los más, yo creo, demandábamos democracia auténtica, pero no lo sabíamos, lo descubrimos después-. Pero, entonces, que la población, estudiantil, demandara, exigiera, cambios a un régimen autoritario era inconcebible. Además, Díaz Ordaz no tenía un programa de noticias todas las mañanas para tratar de denostar o convencer o amenazar a sus adversarios, ni había fiscalías autónomas. Así es que mejor se optó por la represión.

 

El desenlace del Movimiento Estudiantil de 1968 como la tragedia del 2 de octubre en Tlatelolco, se puede explicar muy fácilmente a partir de la lógica de los regímenes políticos autoritarios, que a veces funcionan como dictadura y a veces como “dictablanda”.

 

Se muestran como regímenes políticos democráticos, aseguran que cumplen la Constitución y las leyes, pero ejercen un poder inconsulto del que abusan hasta llegar a extremos que solo en el largo plazo pueden ser impedidos; sea porque los dictadores mueren, porque sean sustituidos o defenestrados por otros iguales a ellos, o porque, finalmente, la mayor escolaridad, el acceso al trabajo y la cultura política democrática adquirida por la población en su conjunto termina echándolos del poder por la vía electoral.

 

Años después, en 1977, vía reformas electorales, en México se inició la llamada “transición mexicana a la democracia”, hasta llegar al pluralismo partidista y la alternancia de partidos políticos en el poder, tanto a nivel federal como a nivel local y municipal. Esto impone ahora un aprendizaje nuevo, donde nadie termina de aprender, para empezar los propios gobernantes, con mayor dificultad los gobernados.

 

Pudiera uno pensar que las formas de control y de manipulación políticos han cambiado, que ahora en México ya no se utiliza al ejército para asesinar estudiantes -tal vez por eso los datos de Ayotzinapa se resguardan tan celosamente-.  En realidad, lo que sucede es que la rueda de la historia sigue girando. Al igual que sucede en la vida personal de cada uno de nosotros, de vez en cuando se superan etapas y entonces surgen nuevos retos que se deben enfrentar y resolver; o bien, descubre uno asuntos pendientes de resolver. Pues lo mismo sucede con el gobierno del país y nuestra vida en colectividad.

 

Tal vez, otorgándole el beneficio de la duda, Díaz Ordaz pensó que reprimiendo de manera violenta a los estudiantes iba a pacificar el país. Sin duda lo logró, por un tiempo. Pero no pudo evitar que la crítica política creciera, que nuevas organizaciones políticas surgieran, ni que el partido político que durante seis años él encabezó un buen día perdiera la presidencia de la república por vía electoral.

 

De tal suerte que ahora estamos en otra etapa de la historia política de México en la que el actual presidente de la república se enfrenta a nuevos retos, algunos de los cuales no son tan nuevos, sobre todo el que para él seguramente es el más importante, ganar la próxima elección presidencial. Habrá que ver a qué extremos está decidido a llegar para conservar ese poder político.

 

Ciudad de México, 2 de octubre de 2021.

Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.

Profesor e Investigador. Doctor en Estudios Políticos por la Universidad de París (Francia) y en Derecho por el Instituto Internacional del Derecho y del Estado (México); posdoctorado en Control Parlamentario y Políticas Públicas por la Universidad de Alcalá (España) y en Regímenes Políticos Comparados por la Universidad de Colorado, Campus Colorado Springs (EUA); tiene la Especialidad en Justicia Electoral por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federción.

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