Joel Hernández Santiago
Uno de los mejores recuerdos que tengo de cuando era muy niño es el de Raúl, un joven policía, quien junto con su “compañero” siempre estaba al pendiente de lo que pasaba en mi cuadra, y constantemente se acercaba a nosotros para saber si se ofrecía algo.
Los señores y señoras lo recibían con cordialidad siempre, lo saludaban con respeto y en mi caso, me permitía hacerle preguntas, de esas que hace un niño de seis o siete años que ve a un hombre armado, con gorra reglamentaria y con uniforme azul marino, representante de la ley. Era bueno, siempre me contestaba y jugaba un rato. Se despedía tocándome la cabeza con cariño. Prometía regresar pronto.
Un día Raúl ya no regresó. Supimos que lo habían matado cuando intentó detener a unos asaltantes. Todos lo lamentamos mucho. Yo más. Era mi amigo, o lo que yo sabía que podía ser un amigo. Y era policía y nos cuidaba… Digamos que esto era así en muchas ocasiones, por entonces.
Ya no. La cosa se fue transformando. Poco a poco los policías asumieron su responsabilidad desde su cabina de mando y su mundo. Con frecuencia de forma agria y hostil. Y los demás comenzamos a verlos como un mal necesario. Porque sí es indispensable que haya policías que vigilen, que prevengan el delito, que nos cuiden, que estén en ley para que los demás cumplamos con la ley.
[En México al menos 2.1 millones de personas trabajaban en funciones de seguridad pública en las corporaciones policiacas de los estados, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía.]
A saber, los policías, son el primer contacto de los ciudadanos con el aparato de gobierno. Son sus representantes directos con la ciudadanía y su imagen, actitud, comportamiento, profesionalización y ética generan confianza o desconfianza pública hacia el gobierno. Puestos en el día a día, hoy los policías nos ven con desconfianza. Nosotros los vemos con desconfianza. ¿Por qué?
Circunstancias han generado un incremento grande de la delincuencia. Al paso del tiempo esa delincuencia –individual o de grupo– tiene cada vez más formas de enfrentar a la sociedad y a la autoridad. La posesión de armas entre los malandrines es ya un fenómeno criminal que el gobierno no puede contener, o no quiere contener… O teme contener. Hay peligro para todos.
Por otro lado está el fenómeno de la corrupción por la que muchos de los policías, y algunos de sus jefes, trabajan en favor de la delincuencia –de grado o por fuerza-, y con esto traicionan su función de gobierno y de seguridad y traicionan a una sociedad que los necesita. No son todos, pero si hay las excepciones que ensucian el panorama.
La delincuencia se incrementa cada día más. Y, lo dicho, cada vez tiene mayores instrumentos y estrategias para enfrentar a la sociedad y a la policía. Es más sofisticada y está muy violenta. Muchos, hasta el delincuente callejero, ahora tienen un arma para agraviar, o matar. Y lo hacen.
Y los policías deben contener esta avalancha. Deben asumirse como guardianes del orden y de la justicia. Y para hacerlo, con frecuencia, en casi todo el país, los policías reciben salarios precarios, no tienen firmeza laboral en muchas ocasiones, ni seguridad para sus familias en caso de muerte. Les regatean los beneficios de jubilación y alimentación. Su inestabilidad es evidente.
[Como ocurrió apenas hace unos días en Oaxaca en donde el cuerpo policiaco del municipio de Oaxaca de Juárez se fue al paro de actividades toda vez que sus condiciones laborales y de seguridad eran absolutamente lamentables. Hoy han firmado un convenio con el gobierno para mejorar estas garantías. Pero para ello tuvieron que hacer el paro de varios días, en perjuicio de la ciudadanía.]
Y lo peor, es la falta de capacitación. La falta de la formación profesional rigurosa, para esta tarea. No es posible que desconozcan a fondo los distintos protocolos de la seguridad pública y de su propia seguridad. No es posible que se le dé un arma de cargo a una persona no está preparada para saber usarla, cuándo y cómo. No es posible que no se haga una selección de capacidad mental y física. Se dice que se hace, pero evidentemente no ocurre.
O que sepan bien a bien que su autoridad está sujeta al cumplimiento de la ley. Que su tarea tiene mucho que ver con los derechos humanos de todos –incluyendo los suyos. Con la ética. Con el saberse responsables de una sociedad, bien preparados para ello.
No es posible que con una cuantas clases de semanas se les lance a la calle a enfrentar a la delincuencia. Simple y sencillamente no saben cómo hacerlo y están inermes. Pero también la sociedad está inerme frente a policías que no están capacitados para cuidarnos y darnos el beneficio de la seguridad y la tranquilidad: y en algunos casos, todo lo contrario.
Como pasó en Tulum el sábado pasado cuando un grupo de policías municipales detuvo a una mujer salvadoreña a la que arrestaron ‘por alguna razón de comportamiento público’, pero que sólo requería una amonestación. Simple y sencillamente la sometieron. Una mujer policía se le echó encima hasta darle muerte. Esto no puede suceder. No debe suceder. ¿Quiénes tienen la culpa?
Buenos salarios y la formación profesional de la policía en todos los estados es indispensable. Es oro molido. Es la garantía de que sabrán hacer su trabajo con respeto, con ética, con sensibilidad, con conocimiento firme y que salvarán vidas, no acabarán con ellas. ¿Quién tiene la responsabilidad de que así sea?
Sé el primero en comentar