El confinamiento ha decretado un apagón cultural en una de las capitales más aferradas a los teatros y las librerías del mundo. Sus exponentes nos cuentan cómo afrontan la crisis.
Nunca se sabrá con certeza cuántos teatros hay en Buenos Aires. Oficialmente son unos 300. Pero hay bastantes más. Y en cualquier momento, en cualquier patio o saloncito, surge uno nuevo.
Esta es una ciudad de teatro, de librerías, de gente rara y noctámbula que discute sobre filosofía. El cierre por pandemia ha infligido una herida muy profunda en el alma bonaerense.
Bajo uno de los confinamientos más severos del mundo, con muy pocas pruebas realizadas, con el país económicamente devastado y al borde de la suspensión de pagos, con un sistema hospitalario en vilo que espera para junio los peores momentos, Buenos Aires se asoma al abismo.
Ocurre, sin embargo, que la capital argentina está muy hecha a los desastres. Lo sabe muy bien Claudio Tolcachir, de 45 años, dramaturgo, actor, director y profesor, conspicuo representante del nuevo teatro latinoamericano.
Tenía 26 años cuando abrió una sala junto a su apartamento, en el popular barrio de Boedo. Hablamos de 2001, el año del “corralito” y de la hecatombe financiera. “Había gente”, recuerda, “que se vestía elegante para venir a nuestro teatrito, un local muy humilde en una zona entonces bastante peligrosa”. “En los momentos de gran crisis, los porteños van al teatro”, dice.
La palabra “necesidad” surge a menudo cuando se habla de cultura en Buenos Aires
En esta nueva hecatombe no se puede ir al teatro. El teatro, por tanto, se sirve a domicilio por vía telemática. A las ocho de la tarde, Claudio Tolcachir saluda desde la pantalla al público, pide que se apaguen teléfonos y se baje la luz, y presenta una obra grabada. O emite en directo una obra representada, por ejemplo, en la cocina de casa. “El teatro no se hizo para la cámara, pero es lo que hay”. Tampoco se hizo la escuela de Timbre 4, la compañía de Tolcachir, para que los alumnos la siguieran desde casa.
De nuevo, es lo que hay: cada mañana, el dramaturgo y sus docentes conectan con el alumnado y siguen con el programa. “No es fácil para los chicos ensayar en esas condiciones, a veces con la familia delante”, admite.
Quien puede pagar, paga. Quien no, no. Lo mismo que con las funciones: hay una “gorra virtual” que pasan los actores y cada uno deja en ella el dinero que le parece. En un fin de semana, la audiencia puede superar los 100.000 espectadores.
Claudio Tolcachir es un caso entre muchos. Piensa que las crisis estimulan la creatividad. Especialmente en una actividad tan imbricada en la historia bonaerense como el teatro. Según él, la identificación entre Buenos Aires y la escena surgió de los inmigrantes, necesitados de reencontrarse con su cultura. Cada comunidad tenía sus teatros y sus momentos de catarsis. Del sainete español, por ejemplo, surgió el sainete argentino. Las dictaduras y las muchas épocas oscuras reforzaron el papel del teatro como lugar de comunión y resistencia. “Trabajamos pegados a la actualidad y hacemos teatro de supervivencia, sin producción, sin salarios, simplemente porque lo necesitamos”, afirma.
La palabra “necesidad” surge a menudo cuando se habla de cultura en Buenos Aires. Por citar un caso, Pablo Braun, vástago de una de las familias más ricas de Argentina, no debería estar peleando con el reparto de libros: podría ocupar un despacho en alguna de las empresas de los Braun, como hizo durante un breve tiempo. Pero necesita salvar su librería, Eterna Cadencia, quizá la mejor de la ciudad (en ella no hay un solo volumen que no valga la pena), y la pequeña cadena de librerías en centros comerciales que adquirió recientemente, y su editorial. Y necesita recuperar el contacto personal con sus clientes. Pablo Braun es ese tipo de librero al que preguntas qué debes leer.
Fundó Eterna Cadencia en 2005, cuando Argentina empezaba a recuperarse de la gran crisis de 2001. Cree que lo de ahora es peor: “Lo que viene es un desastre, algo dramático que nos obliga a reinventarnos”. Ha vuelto al trabajo. Distribuye libros con un motorista. Se siente con más ánimo que unas semanas atrás. Pero se pregunta si la pandemia obligará a la cultura a refugiarse en los brazos de las grandes corporaciones digitales. “La propia cultura tendrá que reflexionar sobre esto y reflejarlo”, comenta. Y suspira: “Supongo que para el teatro es aún peor”.
Via | Enric González | Fotografía: Mariana Eliano | El País
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