
Eduardo de Jesús Castellanos Hernández
El relato siguiente que, en principio, poco parece tener que ver con la tragedia ocurrida en la línea doce del Sistema de Transporte Público de la Ciudad de México en días recientes, me parece que resulta indispensable para entender la magnitud de esta tragedia.
Hace muchos años, en 1982, a un presidente de la república se le ocurrió nacionalizar la banca privada y establecer el control de cambios de la moneda nacional. El presidente siguiente, designado por el anterior -porque en esa época no había elecciones auténticas en México-, de inmediato inició lo necesario para atenuar los cambios ocurridos de último minuto al final de gobierno que terminaba; el siguiente presidente a éste de plano privatizó la banca y la vendió a grupos financieros internacionales. Nadie sabe los costos económicos de esas decisiones, erráticas unas y previsibles otras, tomadas por una sola persona, pues tampoco se acostumbraba que el presidente rindiera cuentas ni que alguien se lo exigiera. Pero habitualmente el descrédito del presidente mexicano saliente lo acompaña el resto de su vida, aunque ésta transcurra con mucha tranquilidad económica e incluso con ostensible bonanza.
Ese presidente nacionalizador y sus defensores acusaron de traición a la patria a los empresarios y ahorradores por haber convertido su dinero de pesos mexicanos a dólares y, con ello, haber propiciado -según ellos- la devaluación de la moneda -que se devaluó conforme se acumularon las decisiones erráticas del gobierno-. Lo cierto parece ser que, con motivo del descubrimiento de yacimientos petroleros y el alza del precio de petróleo en el mercado mundial al inicio de ese gobierno, hubo un incremento sustancial de ingresos públicos, pero también de la deuda externa contraída para asegurar la extracción del petróleo. El caso es que poco tiempo después bajó el precio del petróleo en el mercado mundial -donde la voluntad del presidente mexicano nada importa ni influye-, además de que subieron los intereses que había que pagar por el dinero que se había pedido prestado para extraer petróleo.
Si hubo empresas que quebraron, trabajadores que se quedaron sin empleo, personas cuyos ahorros en pesos quedaron pulverizados, falta de dinero público para asegurar el funcionamiento y la prestación de los servicios públicos, inflación y devaluación de la moneda, es decir, una crisis económica, tal vez poco importó a los electores porque el partido político gobernante volvió a ganar las elecciones y la mayoría en las cámaras federales.
El presidente que heredó la crisis del boom petrolero mexicano, complicada todavía más con la nacionalización y el control de cambios, hizo lo que pudo para sacar el toro de la barranca, pero para acabarla de amolar, le tocó enfrentar los problemas derivados del temblor de 1986 en la Ciudad de México. Durante su gobierno se inició el cambio de políticas públicas que cambiaron el modelo de sustitución de importaciones -cierre de fronteras para proteger a la industria nacional- por el de apertura comercial, mismas que encontraron su momento culminante al siguiente gobierno con la negociación y firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte. Parece que esto, junto con otras políticas también llamadas neoliberales, mejoró sensiblemente las cuentas financieras nacionales, así es que el siguiente candidato presidencial de ese partido -ya no hegemónico, pero sí dominante- volvió a ganar las elecciones y la mayoría en ambas cámaras federales.
El gusto no le duró mucho al presidente ni a los dirigentes y militantes de ese partido político, porque en 1997 perdieron la mayoría en la Cámara de Diputados y en el 2000 de plano perdieron la presidencia de la república. El nuevo partido político gobernante ganó dos veces la presidencia, pues repitió el triunfo en 2006, pero nunca obtuvo la mayoría en las cámaras federales que, como pudo verse entonces, sirven para controlar el ejercicio del poder presidencial y evitar que gobierne a su antojo con puras ocurrencias.
Desde 1988 el entonces partido gobernante perdió la mayoría calificada de dos tercios en la Cámara de Diputados, mayoría que se requiere en ambas cámaras para reformar la Constitución General de la República, así como para asegurar el nombramiento de altos funcionarios de los tres poderes federales -variables indispensables para gobernar e implementar políticas públicas conforme al proyecto o vía escogido-. Así es que no resultó extraño que el nuevo partido gobernante de 2000 a 2012 no solo no haya tenido esa mayoría calificada sino ni siquiera la mayoría absoluta -la mitad más uno de los integrantes de dichas cámaras-. Esto es lo que la doctrina política llama el “gobierno dividido”, al que desde 1997 tuvieron que ajustarse los sucesivos presidentes y sus respectivos partidos.
Gracias al gobierno dividido se fueron dando una serie de reformas constitucionales pactadas para controlar el poder presidencial -a cuyas ocurrencias como ya vimos, pero también otras cosas, como la corrupción, se atribuyeron los fracasos gubernamentales y la crisis económica-; situación que había arrancado desde 1988, cuando empezaron a crearse organismos constitucionales autónomos -como los que hay con el mismo propósito en las democracias avanzadas, sea con gobiernos presidenciales o parlamentarios-, como el Banco de México y el entonces llamado Instituto Federal Electoral -oca’s, como les dicen que fueron creciendo en número e importancia-.
Curiosamente, entre tanto, al interior del partido gobernante durante la mayor parte del siglo XX, el que perdió la presidencia en el 2000, se empezó a dar un rompimiento a su interior con políticos desplazados por la nueva élite partidista y gobernante. Por lo que formaron, primero, una corriente política al interior llamada “democrática” -en un partido que desde luego nunca lo había sido-, pero que finalmente se salieron de ese partido para lanzar a un candidato presidencial que obtuvo un gran respaldo popular al haber capitalizado la inconformidad por las políticas erráticas de su propio partido y, como poco a poco se fue descubriendo, también por la corrupción de los funcionarios de alto nivel que deciden obras públicas, contrataciones, concesiones y permisos por montos de dinero que los ciudadanos promedio no tenemos ni idea que puedan existir, pero existen, y esas gentes los aprovechan muy bien para enriquecerse.
El actual presidente de la república, a nivel local, en la entidad federativa de la que es originario, fue dirigente de ese partido entonces hegemónico y, ante la falta de nuevas oportunidades, encontró el apoyo de los dirigentes de esa nueva corriente que, después de su exitosa campaña presidencial -aunque no hayan ganado la presidencia-, formó un nuevo partido, al interior del cual se encumbró hasta dirigirlo y, posteriormente, fundar el suyo propio con el que ganó en 2018 la presidencia de la república -después de dos intentos fallidos anteriores-, la mayoría absoluta en ambas cámaras federales y la mayoría calificada en la de Diputados.
Desde luego que ese triunfo electoral tan contundente tiene que ser analizado en sus diferentes vertientes que podrían resumirse en un conjunto de consignas y estrategias de gran rentabilidad electoral: la denuncia de la corrupción de los grupos gobernantes; una crítica permanente a cualquier falla que surgiese; la sistemática negativa a reconocer cualquier concesión, beneficio o logro de sus opositores -fuese en el gobierno o en otros partidos opositores-, mucho menos a colaborar de la menor manera -esto es, un candidato y un partido antisistema-; una supuesta honestidad y austeridad rayana en la pobreza franciscana. En suma, una ruptura absoluta y total con la forma de gobernar de los presidentes anteriores, para señalar que la reconstrucción del país empezaba con él. Tan es así que su eslogan de campaña, y luego de gobierno, es que representa y encarna la Cuarta Transformación de la República, cualquier cosa que esto pueda significar pues, como es obvio, resulta imposible romper de tajo con políticas del pasado que requieren de continuidad para mantener los servicios públicos que debe asegurar el gobierno de cualquier país.
Ahora bien, en primer lugar, hay que destacar que la Ciudad de México es gobernada por partidos políticos reconocidos como de izquierda, pero que como se acaba de reseñar, en realidad solo son una fracción del anterior partido hegemónico del que sus dirigentes salieron -aunque en este tránsito se hayan unido con opositores tradicionales del partido que abandonaron-. De tal suerte que, como ya se dijo, el actual presidente de la república fue jefe de gobierno de la Ciudad de México de 2000 a 2006. Sin duda -es de suponerse, al menos- una fuente importante de los recursos económicos que se requieren para campañas presidenciales y las otras, salieron de su gestión en dicho puesto y de la gestión inmediata siguiente, a cargo de un actual integrante de su gabinete de gobierno, el secretario de Relaciones Exteriores, quien fue jefe de gobierno de la CdMx de 2006 a 20012. En el periodo siguiente, la actual jefa de gobierno -postulada por el partido gobernante, creado por el actual presidente de la república-fue funcionaria de primer nivel.
Por primera vez en el funcionamiento del Sistema de Transporte Colectivo de la CdMx, el Metro, durante la actual administración del gobierno federal y del gobierno local, se han presentado una serie de accidentes graves, de los cuales el más grave es el ocurrido en la línea 12, cuyo mayor trazo recorre el territorio de las alcaldías Iztapalapa y Tláhuac -bastiones electorales del partido gobernante-. Dicha línea 12 fue construida durante la gestión del actual secretario de Relaciones Exteriores como jefe de gobierno. Desde su inauguración surgieron problemas serios en su diseño, costo y operación que, ante la posibilidad de acciones penales en su contra, motivaron un alejamiento o autoexilio de dicha persona quien durante algún tiempo residió en el extranjero. La campaña y el triunfo electoral del actual presidente de la república le facilitaron el regreso al país, nuevas responsabilidades públicas y, desde luego, lo eximieron de cualquier señalamiento o responsabilidad por los errores o fallas en el diseño y construcción de la línea 12.
A la manera tradicional durante el anterior partido hegemónico cuando se presentaban problemas de este tipo, se ordenaban serias investigaciones que darían con los responsables, los cuales desde luego serían castigados, lo que normalmente terminaba con el castigo de empleados menores y la impunidad de los responsables mayores; o de plano se declaraba que nadie era culpable, sin más ni más. Las declaraciones de los actuales funcionarios federales y locales reproducen ese escenario bien conocido. Es por ello que sostengo que la tragedia ocurrida en Tláhuac no se limita a la pérdida de vidas humanas, a las heridas leves o graves de quienes se encuentran lastimados por dicho percance, ni al costo económico que implican las indemnizaciones, pago y reparación de los daños ocurridos. Es más grave aún, pues ahora es posible comprobar de manera fehaciente e indubitable que la ineptitud y corrupción en la operación del gobierno, tantas veces denunciada por la nueva élite gobernante, permanece incólume.
Ciudad de México, 12 de mayo de 2021.
Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.
Profesor e Investigador. Doctor en Estudios Políticos por la Universidad de París (Francia) y doctor en Derecho por el Instituto Internacional del Derecho y del Estado (México). Posdoctorado en Control Parlamentario y Políticas Públicas por la Universidad de Alcalá (España) y posdoctorado en Regímenes Políticos Comparados por la Universidad de Colorado, Campus Colorado Springs (Estados Unidos de América). Maestro en Administración de Empresas por la Universidad Autónoma del Estado de México. Tiene la Especialidad en Justicia Electoral por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Sé el primero en comentar