Eduardo de Jesús Castellanos Hernández
Se ha escrito que la autonomía de la Política -entendida como ciencia social- se inicia con El príncipe de Nicolás Maquiavelo, pues se trata de un estudio no sobre el deber ser de la Política -entendida como la búsqueda del poder- sino sobre su realidad; con la característica, además, de que el autor toma partido a favor de ciertas estrategias -muy a tono con su época- para alcanzarlo, ejercerlo y mantenerse en él, basado en sus lecturas de historiadores clásicos y sus observaciones. Es decir, un enfoque histórico-empírico de la Ciencia Política.
El presidente Andrés Manuel López Obrador, desde que asumió el cargo de jefe de gobierno del Distrito Federal -hoy Ciudad de México-, en el año 2000, adoptó una estrategia de comunicación política que no ha abandonado en ninguno de sus aspectos, dados los buenos resultados que le ha dado, además de otras estrategias de enorme pragmatismo que igualmente le han funcionado muy bien. Después de triunfar y asumir ese cargo, supongo, se dio cuenta que el siguiente puesto a buscar solo podía ser la presidencia de la república. De tal suerte que en esa afanosa búsqueda del poder que todos le reconocemos -haya sido por el poder mismo o por la realización de algún tipo de ideal, es lo de menos-, me parece lógico suponer que AMLO haya encontrado en la lectura de El príncipe una guía para alcanzar sus aspiraciones; sobre todo si suponemos que para muchos políticos prácticos, algunos de ellos llegados a jefes de Estado incluso, así como para algunos académicos, este libro es entendido como una especie de manual para llegar al poder, ejercerlo y mantenerse en él, reitero.
Al grado de que hay ediciones de El príncipe que tienen como notas a pie de página los comentarios de Napoleón Bonaparte durante su lectura, originalmente escritos de su puño y letra, comparando su propia experiencia con algunos pasajes del texto. Se dice que el libro de cabecera de Catalina de Médicis -y que fue el que, dicen, le inspiró la matanza de San Bartolomé- era este folleto de 47 páginas -dependiendo del tamaño de la letra-, que su autor escribió haciendo una pausa mientras escribía su otro libro sobre el mismo tema (el Estado): Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio -éste más amplio, de quinientas páginas-. Desde luego que, como todos los grandes hombres del Renacimiento, su obra no se limita a estos dos libros, aunque El príncipe es su obra más conocida, pero hay otras de igual o mayor valor según señalan sus críticos y apologistas.
El hecho es que todos los hombres y mujeres que buscan llegar al poder y mantenerse en él tienen una especial predilección por la lectura de El príncipe, aunque lamentablemente no todos se hayan acercado a la lectura de los Discursos, ni comprendan que ambos forman parte del mismo objeto de estudio: el Estado. En realidad, el título original de la obra no era El príncipe, sino De la soberanía (De principatibus), por lo que de inicio no queda claro que su objeto de estudio es el funcionamiento del Estado (tampoco queda claro con los Discursos, si no se sabe que el historiador por excelencia de la república romana fue Tito Livio), a partir de las circunstancias de su época y de las formas de gobierno anteriores que Maquiavelo estudió, particularmente la república romana, su forma de gobierno predilecta y su ejemplo para cualquier gobernante.
El pequeño problema para los políticos ambiciosos que leen El príncipe como si fuera un manual, pero sobre todo para sus súbditos o gobernados -y también para sus socios, cómplices o acompañante en la búsqueda del poder-, es que algunas de sus propuestas -sobre todo las que les convienen o las que pueden poner en práctica, según su situación personal-, crean que las pueden tomar al pie de la letra o que al menos lo intenten o, peor aún, que efectivamente las lleven a efecto.
Desde luego que, por una serie de razones de las que esta vez no me ocuparé, el modelo de príncipe que adopta Maquiavelo es el hijo de un papa, César Borgia -cuya fortuna, virtudes o talentos nada tuvieron de moralmente edificantes; como tampoco lo fueron los de varios papas de esa época que a Maquiavelo le tocó observar e incluso conocer y tratar-. Al parecer, el libro fue escrito por Maquiavelo para instruir a un posible príncipe -en principio Julián, después Lorenzo (nieto homónimo de Lorenzo el Magnífico), de Médicis ambos; de los cuales lo único notable que puede recordarse es su tumba construida por Miguel Ángel y que puede admirarse en un semisótano, la Capilla de los Médicis, en la Iglesia de San Lorenzo, a unos pasos de la catedral de Florencia y de su baptisterio-.
El caso es que la universalidad del libro corresponde a su metodología de análisis no a las estrategias (matar, traicionar, mentir y otras por el estilo) con las que el autor se identifica, que sin duda correspondían a necesidades y prácticas en la búsqueda y ejercicio del poder en esa época -y en algunas otras también-. El pequeño problema, insisto, es que dichas prácticas sean consideradas intemporales y desconocer que en su momento solo correspondieron a una etapa del proceso civilizatorio de la humanidad en su conjunto y que, pues, ya no son tan necesarias o al menos ya no son las únicas indispensables.
El caso es que leer El Príncipe sin leer, antes o después, los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio es, por lo menos, un ejercicio incompleto. Más incompleto aún si la lectura de ambas obras se hace sin tener presente o acompañarse también de una lectura de la historia universal del periodo -particularmente de la historia del Imperio Romano de Occidente y de Oriente, así como de la Iglesia Católica y del Papado- no solo de la historia de Italia, pues sería un ejercicio muy localizado y también incompleto. Como hay muchas cosas que encuentro que nuestro presidente parece tomar al pie de la letra de El Príncipe, solo espero que también haya leído los Discursos y un buen libro de historia universal. No solo a él sino a cualquier lector interesado, le sugiero de manera entusiasta consultar los capítulos pertinentes de la Breve Historia del Mundo escrita por H. G. Wells, publicada por Editorial Porrúa en la colección “Sepan cuántos…”.
Aunque para algunos podría ser un tanto remoto y demasiado amplio, estos libros bosquejados de manera introductoria no dejan de ser un buen marco para empezar a comentar la semana próxima dos libros que en estos días he leído sobre una persona que al parecer le ocupa buena parte de su tiempo, y le preocupa otro tanto, a nuestro presidente: Felipe Calderón. Así es que la semana siguiente empezaré a comentar un libro de su autoría -de Calderón-, Decisiones difíciles, y otro libro sobre la misma persona -Calderón- que por su estilo y contenido –Felipe, el oscuro– hasta tal parece que alguien le encargó escribir a una aguerrida periodista argentina.
Ciudad de México, 2 de septiembre de2020.
Eduardo de Jesús Castellanos Hernández.
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